Bali


A Bali me trajo la vida, en sí el trabajo. Pero ya desde el aeropuerto de Kuala Lumpur, donde tomé el último vuelo hacia esta isla que tantos halagan, me di cuenta de que los que allí facturaban no eran de mi estirpe: todos blancos y casi todos surferos; o todos blancos caucásicos además de mal vestidos y jamás peinados. A mí la apariencia siempre me importó un bledo, por eso lo de calvo con melenas, pero siempre existe un límite en el desaire. Sobre todo cuando al mes de estar aquí descubrí que los de mi raza, aparte de conducir motos sin camiseta haciendo eses y decir que meditan en no sé cuáles templos cuando a su vez se refrescan en cascadas naturales, tiran de la bolsa de medio gramo cada dos por tres. Hace cosa de seis semanas me invitó a casa una suiza como un reloj: escultural belleza asentada en gimnasios, casoplón de los de Beverly Hills, ropajes a la altura de la Preysler… Me recibió con la música adecuada, tenue, además de con una sonrisa zen. Luego me contó que meditando alguna vez había levitado –sobre todo cuando lo hago ante la puesta de sol, ¿sabes?–, que suele hacerse ayunos de cinco semanas –hasta que no pierdo el conocimiento y me ingresan en urgencias no me detengo–, cuando mientras ya buscaba una salida de emergencia me dijo sin rubor alguno un muy concreto: Y tú, ¿traes algo? Y no, no se refería a mi pene, porque la drogodependencia al sexo es como la sandía al café. Siempre me ha llamado la atención que la gente que nació, creció y se asentó en, pongamos por caso, Manchester, tenga que largarse al otro lado del planeta, y ya no digamos en el hemisferio de debajo, para seguir haciendo lo mismo que hacía al otro lado del mundo. En el fondo la cocaína nos es más cercana que el colacao. Luego la dejé allí, tirada; ya que aún no es delito abandonar a mujeres en pleno mono. Pero todo se andará. Porque cuando aceptó que yo no traía nada, le dio la pájara que le daba a Lale Cubino después de cada milagro alpino. Uno –en este caso yo– no se mudó a Bali para cambiar de registros. Pero ya es menester tratar de darse cuenta de que sin necesidad de giros estrambóticos hay que cesar en la ingesta. Sobre todo cuando no sabes lo que te dan y cuando el precio quintuplica al del mejor camello de Talavera de la Reina. Recuerdo una charla constructiva en el Pekín de hace quince años con mi amigo Toni, nigeriano y traficante. Yo, que siempre fui muy observador, le hice la clásica pregunta: ¿Y cómo es posible que en este estado supraorwelliano vendáis tema decenas de nigerianos cuando encontrar visado es harto complejo hasta para un europeo? Su respuesta, a la altura de la fiesta: Donde haya blancos tiene que haber farlopa. Y no la van a vender los del Partido. Bali es una fiesta. Los que hacen pesas hasta la misma pájara de Lale, luego tratan de ofuscar a su corazón, y no precisamente por mal de amores. Porque entre el alcohol a precios prohibitivos y las ansias turísticas, Bali no es más que la demostración de que por muy caro que sea el vicio siempre existirán decenas de miles de blancos dispuestos a desenvainar sus bolsillos. Evoco, hace ya muchos años, aquel documental donde se informaba claramente de que en Indonesia si te pillaban con un grano de arena con restos de cocaína pasarías el resto de tu vida entre rejas si no es que te acababan ejecutando. Cuando te haces mayor de verdad –o sea, cuando ya no ves la tele– te das cuenta que, como decía Toni, donde haya blancos habrá farlopa. Por los siglos de los siglos. 

(Publicado en El Imparcial el 01/03/23)




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