Cuando yo trataba de abrirme paso –asumo que ahora me lo cierro– en el mundo literario español sin más posesiones que mi amor por las letras cuando mi única arma era una linterna –Dragó siempre me decía que había llegado a un lugar donde hacía tiempo que las luces se apagaron–, yo creía en los milagros, en las buenas personas, en las regalías e incluso en poder vivir de esto. Desde que me publicaron el primer libro comprendí que lo de vender ejemplares, primero, no tenía que ver conmigo, y segundo, que fuera quién fuera el responsable de ese asunto tan sucio yo no iba a ser superventas ni por acción propia o externa. Por cerrar un círculo que me ha quedado bastante claro, añado que: yo, con quince años, pensaba que iba a follar poco o nada cuando he roto marcas imposibles de narrar aquí; sin embargo, y yéndome al polo opuesto, y siempre tratando de dar pie a mi sueño, creí antes de ser publicado, y a pies juntillas, que iba a vivir de mi literatura como he vivido de mi trabajo en el mundo de la hostelería. Y para nada.
Mientras me iba cayendo del caballo, me atreví a formalizar relaciones con consagrados escritores, como creyendo que volvería a sentarme en la silla de montar. Hubo reseñas en medios nacionales, en suplementos culturales, tardes de radio, noches de tele y hasta invitaciones a festivales literarios donde me pagaban un dinero llamativo para alguien que prácticamente no ha cobrado por escribir, aunque finalmente ese dinero llegara año y pico después: España. Llegaron también pernoctaciones en hoteles de cuatro estrellas, cenas copiosas, descuentos al adquirir libros, billetes en AVE… Todo parecía ir viento en popa salvo por una circunstancia: para seguir dentro del mundo literario –aunque en realidad yo siempre estuve en los arrabales de los arrabales– no debía ser yo mismo; o sea: debía mutilarme si lo que iba a escribir trascendía y dañaba a gente importante del gremio. No valía señalar. Ni aunque fuera lo sensato.
Finalmente tomé la decisión –en realidad ni la tomé: fue algo automático– de seguir mi camino aconteciese lo que aconteciese. Y claro, ocurrió lo esperado: si antes tenía poco que decir en el mundo literario, de un tiempo a esta parte prácticamente no existo. Lo cual no está nada mal ya que yo fui el que decidí salir de España hace ya diecisiete años y eso tampoco ayuda salvo que te suicides y dejes un poemario para la posteridad grapado a la soga, que por los tiempos que corren imagino que debería estar formada por hilos de fibras naturales a poder ser ecológicos. Aunque, y hablando de poetas o prosistas que se quitan de en medio: ¿quién es tan estúpido para pensar que la posteridad ayudará a mejorar sus vidas? De aquellos padrinos en los que busqué cierto cobijo, por cierto, sólo me quedan sus libros; y en algunos casos ni eso, porque casi ni les leí. Porque al final es para lo que estamos aquí: para que nos lean, no para que nos soben y jaleen.
En los últimos tres meses dos personas importantes en mi vida me han contado sus asistencias respectivas a saraos literarios. La primera de ellas, ávido lector, en realidad no escribe, aunque tenga nexos de unión con la literatura. Y él me dijo que existen poetas contemporáneos que se creen malditos mientras les ponen rayas de farlopa y beben licores carísimos en pisos con más valor inmobiliario que dos campos de fútbol. No sé, si te publican las grandes hazte mirar lo de tu malditismo. Y la segunda persona que me ofreció datos, que sí escribe, me contó que en aquella presentación estaban todos. Y cuando digo todos me refiero incluso no sólo a literatos –los que escriben libros– sino a columnistas –los que quieren escribirlos–, periodistas –los que le ponen las rayas a los escritores famosos; luego están los que se están abriendo paso en el mundo literario que son los que se dejan robar la bolsa de cocaína por los reseñistas– y hasta políticos y actores, que estos ya suelen salir servidos de casa. Todos, como podrán comprobar, bien mezclados sin que nadie se pregunte el porqué. Y público normal, lectores, ¿había?, le pregunté a mi amigo, que me replicó que sí que había aunque probablemente no tantos como periodistas, escritores, políticos y otras gentes del famoseo, que se ven con más derecho a acudir al sarao que a leer el libro en cuestión. Qué tristeza, verdad, observar cómo los que de verdad compran libros (los lectores) son tratados peor que los que reciben regalos a diarios (el resto) incluso por el que escribe esta columna: yo.
También observo quejoso cómo los que escriben columnas –o no– sacan al mercado obras que siempre, absolutamente siempre, son jaleadas en las redes sociales por los mismos con los que no sólo salen a comer o se van de copas, sino que tras tomarse fotos en esas ocasiones tan opíparas, también las muestran en las redes como señal de poder. Yo, que como decía más arriba he follado bastante, no he ido subiendo fotos de las señoritas taladradas –he de reconocer que alguna vez el taladrado fui yo– porque no sólo me parecía de mal gusto sino hasta infantil: bastante tiene uno ya con saber que esa batalla vital –desde los doce años, en el colegio, no se hablaba de otra cosa: ni carreras universitarias, ni familias, ni alineaciones de carrerilla: sólo de follar– la he superado con creces. E incluso calvo. Pero vayamos aún más lejos. Conocí a un tipo en un pueblo de Extremadura –les hablo de finales del siglo pasado; nadie, por lo tanto, se va a molestar por esto, porque no creo que ni esté vivo– que en el patio de su bonita casa, entre algunas macetas, mostraba las fotos de la boda, de la comunión de los niños, de sus padres y abuelos, de los supuestamente románticos viajes a París con. La señora y de la licenciatura de la mayor en una universidad sevillana. Pero entre tanta farfolla familiar me llamó la atención una foto con un señor muy gordo dentro de un marco mucho más grande. Y la foto era actual. Por lo que tuve que preguntar: Es el director de Caja Extremadura. Mi comprade. Con esto hago negocios, me aseguró.
Volviendo al codearse con la fama, yo participé alguna vez de un backstage con escritores consagrados y queriéndose consagrar. En aquel festival, recuerdo que mi máxima preocupación era beber vino tinto, como me ocurría cada día aunque estuviera subido a un avión o yéndome a un funeral. Cuando en aquel lugar amplio, cerrado y atiborrado de azafatas ya habían caído varias copas, me centré en buscar los canapés. A mí no me conocía nadie aunque hubiera nacido a pocos kilómetros de distancia. Pero durante todo ese evento lo único que hice sobrenatural fue presentarme a Cartarescu, el escritor rumano que sobrepasaba los sesenta añazos, aunque aparentara treinta y tantos, no se esperaba, según su gesto, mi envite. Y la razón de acercarme a él es que yo en aquella época no sólo leía y compraba libros, sino que ¡hasta estaba suscrito a suplementos culturales! Y el motivo de estrecharle la mano fue para decirle lo que había leído en tantas notas de esas revistas como Biblias: “Como las quinielas dicen que un día ganarás el Nobel no me quiero quedar con las ganas de saludarte”. No le dije nada más. Ni le pedí el email o el WhatsApp. Tampoco dinero, con lo que yo he pedido. De hecho esa misma noche compré un ejemplar de Solenoide, que aún no he leído. Tampoco se lo comenté a posteriori, por lo de la firma y todo eso. Me abstuve.
Otra vez que entre bastidores me crucé con un escritor fue en los estudios de Tele5. Arcadi España esperaba su turno mientras lo maquillaban. Y yo a sólo dos metros solté un escueto, buenos días. Entre estas anécdotas y que los padrinos en los que busqué sombra dejaron de dirigirme la palabra, yo creo que mantengo las rodillas –y ya no les digo la garganta– vírgenes.
Todo esto que les estoy narrando sin miedo al contador de caracteres –soy escritor, no reportero ni estricto columnista– es para decirles que nunca he entendido a los periodistas que se retroalimentan con otros periodistas, columnistas, y a los escritores que participan de ello. No sé: uno busca la crítica en su hábitat. Por lo que cuando todos estos apuntan tantas veces hacia tantas lejanías, cuando la olla podrida la tienen tan cerca, me da mucho que pensar. Olmos, el escritor que escribe sobre cultura en El Confidencial y Zenda, y que sigue contándonos que ser padre es la mejor experiencia de la vida de cualquier persona cuando sigo esperando que reconozca que lo es porque la suya –su vida– finalizó con el nacimiento de sus vástagos, habla mucho de estos asuntos. Ayer, justamente, llegó a mi poder un podcast con Víctor Lenore en donde hablaban mucho de algo que ya sé hasta yo, que hace diecisiete años que no vivo en España: que los premios literarios en nuestro país están amañados, así como el jurado y todo lo que lo rodea. Eso no quiere decir que haya premiados que no sean fabulosos. Simplemente que existe una mafia que decide quiénes pueden y quiénes no; y que los que desean ser importantes fuera de sus madres acaban arrodillándose, y otras veces, hasta utilizan sus gargantas para llegar más lejos. Y no hablo sólo de ellas. Y otra cosa: parece mentira que los de arriba –o sea, los capos–, crean que los que vienen por debajo y les halagan sólo lo hacen por devoción y no por quererse quedar con sus plazas.
Coincide esta columna con el premio Mariano de Cavia de periodismo a Manuel Jabois, un tipo al ya no sigo aunque escriba –o escribía– de maravilla, y que además, es un hombre de éxito: posiblemente sea el columnista mejor pagado, o al menos lo fue. Me ha sorprendido que sea el propio candidato el que deba postularse a este tipo de premios, cuando yo, en mi absoluta ignorancia, pensaba que esa gestión la hizo El País, el diario que le abona las nóminas. Curiosamente, y escuchando a Olmos, me entero también –¿o lo sabía ya pero ni lo recordaba?– que el primer premio de periodismo David Gistau se lo llevó él. O sea, Olmos. Lo que más me ha enternecido es oír que los 10.000 euros del premio los iba a ahorrar. Ojalá nunca tras mi muerte un premio –qué digo un premio: ¡y hasta una calle o campo de fútbol!– se llame como yo. Y mucho menos su cuantía sirva para mimar a mis herederos, que además ni tengo.
Sea como fuere deberían auditarse los saraos literarios. Yo creo que allí se cuece todo. Se reparte, se informa, se advierte. Y si algún día cometiera el error de acudir a alguno de ellos ya les aviso que me desnudaré. Y no lo digo metafóricamente. En pelotas bebiendo vino y presentándome solamente a aquellos que las quinielas culturales los citen como futuros premios Nobel de literatura. Porque yo mi listón lo tengo más alto que Serguéi Bubka sus saltos con pértiga.
(Publicado en El Imparcial el 23/05/23)

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