De mi infancia, a la que aún la memoria me deja acceder –que todo se andará–, recuerdo la rectitud al escuchar y dirigirme –casi siempre con monosílabos y mirando al suelo– a un señor mayor. No voy a ponerme a decir nombres porque ya no están además de que el mayor ahora soy yo. Pero creo que me están entendiendo. Era ir a pedir cromos al quiosco de José, un señor cojo que caminaba apoyado en un bastón, y pasar miedo por el excesivo respeto que se gastaba en los años ochenta siempre que no te hubiera pillado el jaco.
Con el paso del tiempo los señores mayores me han llamado la atención si tenían que ver con mis prioridades. He sido amigo de algunos de ellos y siempre me he preguntado cómo escritores mucho más que consagrados, qué digo: ¡hasta millonarios y ultrafamosos!, fueron capaces de invertir parte de su tiempo –yo el mío ya lo raciono hacia el exterior al máximo y eso que me conocen sólo tres– con un mindundi que trataba no sólo de abrirse paso, sino de lo más tortuoso en todo esto: comenzar. Simplemente comenzar. Que alguien te preste algo de atención y te publique. Dragó, que nos dejó hace bien poco, es el vivo ejemplo de lo que les comento. Siempre le decía que siendo sincero, si yo llegara a su edad no entablaría conversaciones con novicios en esto de la literatura. De hecho no es extraño que hoy en día yo sea incapaz de contestar correos a gentes que me contactan ilusionados tras leer mis libros: sobre todo si me incitan a leer sus manuscritos, mucho más horrible que tenerles que comprar sus crecepelos infalibles tras charlas norcoreanas.
Como señor mayor también recuerdo al rey emérito, al que di de comer allá por el año 1995, y a esa plaga que asola los baños de las estaciones de autobuses masturbándose e incitando al resto: las primeras veces, en Málaga; más tarde, en Barcelona; cuando hace un par de años hasta en Tarragona. Siempre me ha llamado la atención que algo tan evidente nunca –hasta donde yo sé– haya sido tratado por escritores, columnistas y hasta políticos y policías. Es como si ese extraño gremio de pajilleros hubiera estado allí antes que la propia estación de autobuses y fueran intocables. Bueno, intocables no es una palabra adecuada, ya que lo que solicitan justamente es que les toques.
Todo esto que les trataba de explicar, que aparenta no tener ni pies ni cabeza, es para asociarlo a mi novedad absoluta: desde hoy debo llevar a una academia y recogerla una hora después a la hija de mi novia; porque resulta que se la debe de ayudar en su formación académica extraescolarmente. La niña, que acaba de cumplir siete años y no habla inglés –sobra decir que ni yo indonesio– venía de paquete en mi moto llamando la atención de la población de Amlapura, ciudad más importante de la comarca de Karangasem sita en una zona de media montaña, al pie de un volcán. Y yo les juro, que viéndome en el espejo retrovisor con la melena al viento y el gesto eternamente desencajado, me he asegurado haber visto en las páginas de sucesos a pederastas detenidos con menos rasgos que los míos.
La vida siempre te sienta de frente ante el abismo: decisiones a tomar y nuevas responsabilidades penetran de par en par en tu, muy cogido por alfileres, día a día. Y ayer no pude decir que no, más que nada, porque mi novia me mantiene y sólo me dedico a escribir, leer y ensoñar. Y por qué no ayudar a la formación de una niña además de invertir en las gasolineras balinesas.
La llegada a la academia, sin complicaciones: sólo una señora aparcando me preguntó si era mi hija cuando tuve la duda de decirle que sí, lo que me podría haber generado otro tipo de problemas, contestarle que no, lo que directamente le habría hecho llamar a la policía si no apuñalarme allí mismo entre el gentío rebosante de venganza ante el blanco hetero, o sonreír y hacerme el sueco, que fue lo que finalmente hice. De actor habría tenido, seguro, un pase. Lástima que no soporte actuar a las órdenes de nadie.
Eran las tres de la tarde y me quedaba una hora de espera que pensé invertirla en un spa que había en frente dándome un masaje, pero había una voz interior que me decía no lo hagas. Una voz interior en forma de juez de menores, exactamente. La decisión que finalmente tomé tampoco fue la más certera: me puse a caminar bajo el sol –les recalco que eran las 3 de la tarde– a una velocidad sorprendente, como si en realidad el juez de menores, el fiscal y parte de la prensa con sus reporteros gráficos, vinieran pisándome los talones. Cuando los chorros de sudor se me caían en forma de ducha me di cuenta no sólo de que debía regresar a buscar a la muy menor, sino que debía hacerlo a paso aún más ligero dada la incomprensible distancia que había tomado del punto de recogida. Al llegar, con las 4 de la tarde a punto de cumplirse, me enfrenté a otro dilema: por primera vez en mi vida iba a recoger –que entenderán que es mucho más complejo de explicar que entregar– a una niña que ni era mía ni siquiera se parecía físicamente cuando no nos podemos comunicar en idioma alguno, y yo con la camiseta desgastada además de muy empapada además de con la melena demasiado maltrecha. Otras madres en busca de sus herederos –¡porque el único supuesto padre era yo!–, embadurnadas con perfumes y otras cremas, al verme llegar pensaron que todo tenía que ver con una de esas bromas televisadas donde al final salen las cámaras ocultas hasta de las alcantarillas y yo, en realidad, era Bono de U2 advirtiendo a la población local, siempre con una sonrisa en la boca, sobre la conexión existente entre el cambio climático y el tirar bolas de plásticos al océano.
Pero no. La hija de mi novia salió, con su maletita y su actitud reverencial –miraba al suelo: como yo cuarenta años atrás–, alargando sus manitas ante el regalo que le traía: una lata de leche fresca y un pastelito de chocolate. Que llegar a la puerta de un colegio con caramelos –suerte que aquí siempre es verano; imagínenme con la gabardina– habría sido ya demasié.
Pero lo peor viene ahora. Y no porque la vecindad hubiera llamado a las autoridades para que, al menos, me hubieran pedido la documentación. Porque el asunto trágico llegó cuando la niña tuvo que, de nuevo, viajar de paquete en la moto agarrándose a mi cintura –no le quedaba otra opción–; una cintura que, como toda la espalda y la camiseta entera, estaba empapada en sudor de señor mayor. De viejo, para una niña tan inocente que no sabe a ciencia cierta si tengo 43, 67 o 905 años, como Enós, que según dicta el antiguo testamento tuvo tal longevidad.
Son quince minutos de la academia a su casa. Que no me la llevé, claro está, a un descampado. Ni para secarme. Quince minutos donde sufrí imaginándomela tras de mí, comiéndose todo mi asqueroso sudor, sobre todo para una niña que aún no sabe qué es el mal olor salvo en los dibujos animados.
Un día, hace no mucho tiempo, la madre de la niña me preguntó si yo era pederasta. O mejor dicho, si sentía atracción por las niñas. Estábamos comprando verduras en el supermercado y me quedé de piedra. Mi respuesta, a la altura: Ya no, pero antes sí que tuve mucha atracción por las niñas… cuando tenía nueve años. Hasta que cogió el chiste vi cómo su cara se le iba demacrando hasta fusionarse con el color del puerro que tenía entre sus manos, con el que esa noche cociné una riquísima purrusalda.
De todas formas la experiencia ha sido positiva, y sobre todo, por el increíble margen de mejora, mañana evitaré caminatas bajo el sol y junto a la leche enlatada seleccionaré algo más saludable que aquel pastelito de chocolate rociado con aceite de palma. Seguro que hasta Bono estaría feliz de mis decisiones alimenticias.
(Publicado en El Imparcial el 05/06/23)

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