ALTIBAJOS

 


Trato de mantenerme firme en mi estabilidad (en el último año un divorcio, tres juicios contra Hilton, un despido por aquello, un cambio de isla en Cabo Verde, una presentación de libro por media España, una mudanza a Bali, el inicio de una nueva relación y mi renuncia a mi último puesto de trabajo), por lo que cuando desde fuera se intenta torpedear mi paz interior, deslumbro como las largas. Ayer fue Ni Luh, que con la excusa del séptimo aniversario de su hija, me convirtió en su copiloto por espacio de tres horas hasta llegar a Pidpid, pueblecito sito en las montañas, donde al menos el calor y la densidad de población eran menos sofocantes. Durante el trayecto, un tráfico infernal e incluso sonrojante, que no sólo por la vergüenza (ajena) sino por la alta cantidad de metales pesados en el ambiente rociados por las miles de motos y coches. Debo comentar, y no precisamente a toro pasado, que nos acompañaba ocupando la totalidad de la parte trasera Toto, el regalo de cumpleaños de la niña: pastor alemán de tres años de edad con claros síntomas de gigantismo, pelo suficiente para taponar una central hidroeléctrica y que por la falta de agua –cariño, se me olvidó traerle el platito– convirtió al can, primero en una fuente salival, y más tarde en la anunciación de un caso palpable de maltrato animal. Abrí las ventanas para que al menos pudiera respirar, cuando luego pensé que si acababa muriendo mejor sería que no lo viera nadie. Por lo que fuera el chucho llegó con vida a su destino, que fue cuando la niña se abrazó a él con tanta fuerza que casi le partió un brazo (el perro, desesperado, se estaba bebiendo un estanque con aguas verdosas y casi a los peces, sorprendidos ante tanto ajetreo) en lo que nos podría haber entregado a un juzgado de primera instancia por indicios de violencia infantil. Serían las diez de la noche –tres horas antes terminaba ella su jornada laboral y nos disponíamos a hacer feliz a una niña y triste a un extranjero y a un perro– cuando fuimos obligados por los tíos de la chiquilla a cenar copiosamente, lo que ayudó precisamente a que a la hora y cuarenta y cinco minutos que me entregué al sueño me despertara sobresaltado: el mosquito, como los peces del estanque, la niña y el perro, andaba algo convulsionado ante tanta novedad; luego llegó la cagalera. Fuera, en lo que algunos hijos de puta de ciudad que sólo ven documentales llaman lo idílico, una familia compuesta por una gallina y siete polluelos trataban de ayudar a que volverse a dormir fuera una utopía cuando yo jamás sospeché que esos seres trasnocharan. De todas formas había que levantarse a las cuatro para emprender el camino de vuelta por carretera –otras tres horas– con la grata sorpresa de que los tíos, que no cumplían años pero eran los dueños del hogar-granja, se negaban a quedarse con Toto, que como muestra de confianza había plantado dos ñordas de kilo y medio cada una en la entrada de la casa y la que cayó peor: una que dejó caer en el templo que utilizan para rezar los hinduistas-animistas, religión ampliamente mayoritaria en Bali. Ya de vuelta y en plena madrugada, cansados y con Toto echando saliva por la boca cual aspersor, descubrimos la madre y yo que no es fácil coordinar unas horas de felicidad a una niña, a sus tíos y a un perro a la vez. Cuando llegué a casa, con la misma ropa y sin ducharme, me tomé un ansiolítico porque la parada cardiorrespiratoria era cuestión de segundos mientras algunos vecinos me observaban sorprendidos: otro extranjero que llega de un after con el corazón en un puño. Al menos la madre y yo nos pusimos una meta no estresante: que dentro de 365 días organicemos algo mejor el octavo cumpleaños de la niña. Que nos habría salido más a cuenta haberle llevado una botella de tinto reserva y que la hubiera descorchado con la mayoría de edad.


(Publicado en El Imparcial el 21/03/23)



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