Por razones que no vienen al caso he pasado un fin de semana en un hotel balinés, donde como tantas veces y como acontece en otros negocios similares, me fijo en ese par de baldas que suelen disponer este tipo de establecimientos donde se exponen libros, generalmente traídos por otros clientes en un intercambio comunista de obras ya que allí nadie abona: uno entrega lo leído a cambio de algo que al parecer le resultó atractivo al donante. A mí siempre me ha parecido erróneo no ya el hecho de dejar libros por ahí tirados sino hasta la acción de prestarlos aunque sea a tu mejor amigo, entendiendo que jamás tu mejor amigo te pedirá libros si puede comprárselos. Por eso sé que la práctica totalidad de los expuesto en esos espacios es basura. ¿O es que un lector de verdad se va a desprender de un ejemplar de, pongamos por caso, Lolita para en su lugar tomar prestado un libro de Paulo Coelho? Porque al fijarme a menudo en esos desechos de tienta, tantas veces aderezados con varias guías del Lonely Planet desvirtuadas aún más por sus páginas humedecidas, voy acumulando un inventario no auditado en donde siempre, absolutamente siempre, te topas con libros de Paulo Coelho, al que en España llaman ‘Coelo’ cuando en realidad se dice ‘Coello’. Conejo, vaya. Que los blancos en general viajen al culo del mundo con libros de Coelho, dispuestos a dejarlos por ahí en el mayor caso de proselitismo literario de la historia, asusta. Porque la literatura de ese señor brasileño está a la altura de sus lectores, que ojalá no sean los mismos que cuidan de estaciones nucleares o certifican los funcionamientos de los motores de las aeronaves civiles. Aunque con que no gestionen bibliotecas municipales me valdría. Porque el infantilismo de los cuentos de Paulo no deja opciones a no machacar al que, además, es el autor vivo más vendido y traducido del planeta. Por lo que, ¿debemos asociar ese dato estadístico confirmando la puerilidad de una sociedad (la blanca caucásica) que se la coge con papel de fumar un día sí y el otro también? Que tanta gente lea basura sobrecoge. Pero que además buena parte de esos lectores vayan por ahí colocando las biblias de ese autor me deja completamente patidifuso. Estaba imaginando ese momento definitivo: desayunando mientras se disfruta del amanecer balinés consumiendo café ecológico, leche de avena, ensalada de quinoa y pan de cereales en tanto te lees párrafos de El alquimista, y ya puestos, haces como que meditas estirándote con el gesto compungido siempre muy cerca del objetivo del móvil que te está grabando en cinemascope. Sueño, en todo caso, con una guerra que no sólo abarque una pequeña parte de un país tan europeo como ex soviético. Verlos comer pan normal, a secas, con el cielo convertido en desastre nuclear mientras al fin leen a Nabokov o a Fonollosa o a Nietzsche o a alguien que aparte de mejorar tu biblioteca se haya convertido en parte de tu vida. Si digo la verdad no ver mis obras expuestas en esas estanterías de negocios de mierda contratados por especímenes humanos de ídem, me ayuda –y mucho– a seguir escribiendo. Eso sí: considero un sacrilegio quemar libros cuando llevo en casa almacenadas siete bombonas de butano para la próxima vez que me deje caer por esos hotelitos modernos donde leer es mucho más complicado que defecar. Más que nada por lo que te desconcentran esas mal llamadas bibliotecas.
(Publicado en El Imparcial, el 27/03/23)

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