Cocinar

 


Para uno –el que escribe–, que tuvo que dejar de cocinar en restaurante notables –otro tipo de esclavitud– transformándose en Chef Ejecutivo de hoteles de cinco estrellas y, que más adelante, decidió dejarlo todo –las oficinas son incluso peores que los fogones– hastiado por tantos años a la sombra, le asusta el fervor de la plebe que en realidad le da igual congelado que fresco, como que salteado que estofado, a la hora de querer ser los mejores chefs del mundo sólo si su receta infantil está siendo televisada en horario de máxima audiencia. Idiotas con afán protagonista que lo mejor que comieron en sus vidas fue hace décadas –un guiso legal de sus abuelas– y que ahora se debaten entre la vida y la muerte si la verdura no sólo no es ecológica sino si fue hasta recogida por manos de mujeres magrebíes explotadas a la luz de la luna cobrando como si la peonada hubiera sido diurna. A finales de siglo pasado comencé a ponerle el cascabel al gato cuando me invitaron a una cata de aguas. Fue en Madrid; que en Barcelona, supongo, ya debían estar catando las cisternas de los baños. Sí, sé que todas las aguas minerales no son iguales, pero catar agua, como ejercicio además ruborizantemente profesional, es lo más parecido a comer aire o leer en voz alta los nombres que aparecen en los buzones y creerte poeta. Bueno, pues que en la incertidumbre de mi profesión conseguí quedarme a solas –y gratis– en la única cocina que me interesa (la mía) con la única cliente que me conviene (mi pareja). Pues bien, esta última persona, ser humano sin parangón, que decidió mantenerme pagando cada uno de mis gastos, ha tomado la peor decisión de su vida cuando tampoco es que disponga de mucho tiempo libre: querer cocinarme cuando hasta antes de ayer una chacha le cocinaba a ella. Yo, que he gastado todo tipo de parejas, jamás se me ocurrió jugar a los abogados con la que ejercía en el Tribunal Penal Internacional de la ONU, como nunca quise aconsejarle sobre calidades a la que compraba antigüedades para luego revenderlas. Cada uno en su sitio, me decía. Pero mi pareja, que aparte de hermosa quiere ser la mejor mujer del mundo –y por este camino, concretamente, va harto equivocada– hoy se ha puesto a cocinarme un plato típico del país (Rendang) que como no podía ser de otra manera ha generado las siguientes novedades: desorden descomunal en mi cocina además de suciedad hasta en el techo; y una cantidad de tiempo invertido equivalente a viajar en avión de Málaga a Moscú contando el check-in y recogida de equipaje. Debo reconocer que el resultado final fue agradable –algo mejor que lo que deben consumir los presos incomunicados; al menos mi chica cocina con amor y no se me partió ningún diente–, que no quiere decir que esta farsa amateur no acaba de llegar a su fin. Se lo he agradecido, evidentemente, pero le he comentado que no se meta en mis cosas, que bastante tiene con lo suyo –es una mujer ocupadísima–. Tras una sobremesa compleja por la variedad de especias (a tomar por culo la siesta) no he perdido ojo observándola accionar el play de, al menos, doscientos videos de recetas en YouTube en lo que podría llegar a ser, si mañana mismo no le meto al menos los pulgares en la freidora y hago desaparecer su móvil, un claro caso de intromisión ilegítima en mis asuntos personales, o sea, sobre mi paz interior que coincide con la clave de la salud: la alimentación diaria. Jamás he visto programas televisados de esos chefs amateurs que luego acaban siendo más famosos por follarse a famosas o por ser tertulianos en otros programas televisivos abrasivos. Jamás. Pero eso no quita para que extractos de los mismos corran por internet como el galgo prometedor por la era. Porque cada vez que chefs reputados participan de aquel drama absoluto como jurados siempre sueño con atentados virulentos, caídas de platós con cadáveres apestando a freidora, y lo mejor de todo: que Berlusconi compre todos esos canales para acabar metiendo a las mamachicho las 24 horas del día a sabiendas de que, esas señoras –antaño señoritas– jamás cocinaron  en todas sus vidas. Ojalá ni Ferrán Adrià ni Daviz Muñoz hubiera sido tan famosos. Porque de ahí se desembocó en la paella con chorizo. Porca miseria. 


(Publicado en El Imparcial el 07/04/23)


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