Como la ruleta rusa, no es fácil aceptar que en la vida tu tapa de los sesos puede ser volada durante una tarde cualquiera. Porque una tarde cualquiera era la de hoy, conmigo mismo a pie yéndome a beberme dos cervezas tan niponas como importadas de la marca Sapporo al supermercado Pepito más cercano a mi casa. Recalco que Pepito es su nombre verdadero y que nada tiene que ver con España. Pero bueno, como en casi toda Asia, en este tipo de charcas bien acondicionadas e iluminadas con precios tridimensionales nos solemos encontrar todos los expatriados y algunos nativos que juegan a ser blancos siguiendo la estela de Michael Jackson. Fue salir con la primera cerveza y el poemario de Caballero Bonald abierto de par en par –no hago aún comentario alguno sobre el mismo porque lo estoy comenzando– y sentarme en mi mesa de siempre (la única) asentada en la misma esquina de la calle.
Pues bien, pasados unos segundos, una rubia inexorable con una cerveza mejorable en la mano me pedía permiso para entrar y sentarse a mi derecha, no exactamente junto a mí pero sí cerca, cuando habiendo ido por el lado contrario (yo era la única persona sentada) le habría resultado más fácil y sin tener que entablar conversación conmigo. Bien, me dije. Cuando mi primera cerveza y cuatro poemas fueron consumidos penetré nuevamente en el Pepito a por otra Sapporo, cuando al regresar a mi mismo sitio la mujer –rubia, tatuada, bella, altiva, algo ruda; al principio la consideré australiana, aún no había abierto la boca– hablaba por el móvil en un clarísimo ruso. De pronto, tuvo que salir de allí evitando el espacio libre para volviéndome a pedir permiso, colarse entre mis erectas rodillas y la mesa. Olía a perfume barato pero intenso, a tinta de tatuar, a salitre, a acondicionador y vida. Tuve que dejar a Caballero Bonald –imagino que él habría hecho lo mismo en mis mismas circunstancias además de mucho antes– para siguiéndola con la mirada –y eso que yo no gasto gafas de sol: la tapia de los vergonzosos– comprobar que había salido a recolocar su moto, de baja cilindrada y seguramente alquilada. Claro que tras dejar la moto regresó a la mesa –su cerveza local seguía activa– volviendo a utilizar la misma cantinela: te pido permiso, te colocó los glúteos a la altura del psiquiatra, te rozo, te dejo mi estela. Como la intensidad de la pedrada ya era insobornable le pregunté de dónde era sin atender a nombres, apellidos y todas esas legalidades previas. De Moscú, me dijo; y añadió de forma gratuita que llevaba un par de meses por Bali; que una rusa sola y pagándose su bebida es lo más extraño que he visto hasta la fecha en una sociedad que aprovecha muy bien su físico para no utilizar los bolsillos ni para guarecerse las manos del frío.
El derrame cerebral estuvo a punto de llegar cuando de un sopapo, acabó con su cerveza haciéndome la siguiente pregunta: ¿Nos tomamos otra? Y en ese mismo instante se me apareció mi novia, el ginecólogo, unos gemelos rubios residentes en Siberia con apellido Campos, un carísimo bufete de abogados, o ya puestos, hasta el dermatólogo, que toda esta gentuza tan joven como hippy y atrevida se ducha lo justo si sobre todo ya ha sido empapada por las olas del océano. Porque esa misma frase en cursiva me la soltó una mejicana a la que ya no atiendo porque cuando se iba al océano no le tocaba ducha de jabón y champú. Textual. Claro que aquella olía a rayos. Antes de adelantarles el final quería comentarles que la vida se tiñe de este tipo de dilemas continuamente en donde lo que parece una broma que puede ser transcrita en una columna acaba siendo un matrimonio generoso en herederos camino del divorcio, como casi todos. Por lo que me hice la misma composición de lugar y me imaginé si el día que conocí a Ni Luh (mi pareja), dónde estaría ahora si hubiera salido también corriendo. Porque de la rusa salí corriendo. Despavorido. Utilizando la excusa más melodramática, demoledora y senil: Mi mujer me espera en casa, lo siento. Y para halagarla al menos un poco, terminé con un: Si te hubiera conocido hace tres años nos habríamos bebido el Índico. Realmente llevo cuatro meses y pico de relación. Pero con mis casi 50 tacos me da mucha pereza –y por qué no decirlo, miedo– tratar de salirme por la tangente, de modificar mis hábitos, de arriesgar lo más mínimo cuando me he tirado tres décadas tirándome por todos los precipicios. Aunque lo más alucinante fue pensar, ya de regreso a casa, cuántas familias se crearon por un sí sin pensar y cuántas se ignoraron por miedos como el mío.
No sé qué será de la rusa. Pero agradezco mucho que al menos me haya valido para seguir fomentando mi literatura. De forma escueta.
(Publicada en El Imparcial el 14/04/23)

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