Casa


Sé que transito por el mejor momento inmobiliario de mi vida. Sé, que como las relaciones únicas o las botellas de tinto de guarda, cada vez que ambos asuntos dan comienzo queda menos para que se acaben. En realidad me he venido un mes, a lo sumo dos, aunque del futuro previsto se han escrito muchas fe de erratas.

Desde la pasada noche resido en una casa sinigual. En su concepto ya es bella, levantada por una artista japonesa (pintora, escultora, diseñadora de muñecas) que utilizó hasta hace un tiempo este reducto del todo para trabajar. La casa, donde sólo debería vivir uno –mi novia me visitará los fines de semana–, dispone de una cama dentro de una habitación y de un salón que se abre hasta la cocina, todo tapiado por numerosos ventanales desde donde se aprecia a la naturaleza en su máximo culmen. Salvo al exterior, no existen las puertas. Debemos estar a unos 600 metros de altura sobre el nivel del mar el cual se observa en todo su esplendor salvo cuando llueve, que es cuando mejor me siento entre la maleza y la jungla, en medio del bosque y los árboles más que centenarios, durmiendo con una mantita que mi cerebro, hastiado por tantas fatigas innecesarias, celebra. Estoy incrustado en una casa muy especial a donde no se puede llegar por medio de transporte alguno cuando a pie no es fácil, esencialmente cuando llueve, ya que lo normal es patinar por el barro semivirgen que, a veces, emerge entre la intensa vegetación. Que si me llego a caer, rompiéndome la crisma o cadera, este texto podría disponer de su consabida moraleja.

Si estuviéramos vendiendo esta propiedad en Idealista tendría que decirles que también dispone de baño, aunque no de agua caliente, y que no llega internet por lo que me dedicaré a escribir y leer, esta vez por aún más tiempo. Dentro de la parcela amurallada a baja altura, un pequeño templo y una zona acotada de tierra con más árboles, algunos de ellos frutales, como el aguacatero. Aguacates gratis, ¿me comprenden ahora?

Pero esta casa no se vende. Y en realidad ni se alquilaba. Aunque hace cosa de un mes, pasando un fin de semana en un pequeñísimo hotel de cinco bungalós sito a doscientos metros –lo más cercano a la humanidad que existe teniendo en cuenta que casi nunca hay clientes–, la descubrí paseando entre el inmenso vergel. Y al entrar, sentí la necesidad de mudarme a lo que hoy ya es mi hogar. La dueña, muy dubitativa porque jamás se planteó alquilarla, cedió a ultimísima hora. Y desde ayer, tras un viaje apacible –una maleta con ropas negras desgastadas, sesenta libros, una gata y su arena y pienso, una sartén y una olla, té nipón y tres botellas de aceite de oliva–, reduzco mis sueños a soñar despierto.

En el mundo inmobiliario soy la nada. En el capitalista menos que eso. Pero esta casa, les aseguro, no la podrían disfrutar ni los escritores más feroces y agraciados que ustedes conozcan, y ya no digamos banqueros o políticos de postín. Porque aquí no se viene nadie… o casi nadie. Y porque de aquí se va uno con la misma rapidez con la que llegué ayer. No hay ataduras ni contratos. Por lo que será harto imposible que herederos que deseen cortejarme por el interés de este palacio secreto aparezcan. Tampoco conocidos que quieran visitarme teniendo playas y puestas de sol allá abajo, de dónde salí despavorido. Menos aún llegarán hasta aquí visitas de periodistas culturales buscando el titular: no les dejaré entrar salvo que accedan desnudos de ideología. Plantaré tomates. Y cuando den su fruto comeré ensalada dos semanas seguidas.

En esta casa dormiré más y mejor. Además, el calor es muy circunstancial. No existe el ruido, salvo los que proponen insectos y animales. Y la soledad absoluta me reafirma en mi persona. El hecho, además, de no tener acceso al wifi salvo si me acerco al hotel, es otra gran ayuda. La carretera más cercana, a 400 metros. De frente, una caída arbolada y verde violenta hasta el mismísimo océano. Y los únicos forasteros: una nevera repleta de brócoli traído desde Bedugul, además de la despensa rebosante de pimentón de La Vera.

También podría valerme esta casa para fabricar bombas y enviarlas por correo a poderosos, como hizo Ted Kaczynski, alias Unabomber; o para secuestrar niños y vender sus órganos: luego escribirían libros sobre mí y hasta rodarían películas. Pero no. Acepto que el exceso de travesía de antaño, que me valió para escribir mucha prosa y poesía, debe ser ahora arrancado de un cerebro que trata de pensar más. Y porque pensé y tuve paciencia –además de algo de suerte– hoy estoy aquí, en medio de una gran debacle pero pasando, al menos, a mi historia.

Cuando una buena parte de la sociedad acepte que la presión inmobiliaria nos castra mi normalidad actual será la normalidad de muchos. Y no soy pionero. Sólo que me gusta hacer lo que deseo.

(Publicado en El Imparcial el 15/05/22)

No comments:

Post a Comment

Pages