Está muy desprestigiada la soledad de un tiempo a esta parte por dos razones absolutas. La primera: porque Occidente nos va metiendo de aquella manera lo que más le interesa de las culturas orientales donde el individualismo, no es que sólo esté mal visto por esos lares, sino que al ser aquellos países inmensamente más poblados además de con mayores densidades de población y con peores condiciones de vida –tugurios donde como mucho caerse muerto tras trabajos que más bien son explotaciones– estar solo de verdad es una puta quimera. La otra razón del desprestigio de la soledad tiene que ver con que la vida en Occidente, cada vez más estúpida, es a veces muy difícil de sostener por los altos precios de cualquier cosa –sumados a unos salarios que no crecen en proporción– cuando se promociona el no tener hijos. Además, ser muy solitario te pone en la diana cuando aparece un retrato robot de un violador de parques cuando no directamente la vecina camufla su dependencia de los ansiolíticos llamando a la policía local dos veces por semana porque cree que el zumbao ese de mi vecino, el que vive solo, fabrica bombas o secuestra a niños o vete tú a saber.
Luego están los que dicen que les encanta estar solos aunque en la mayoría de los casos vivan dentro de tumultuosos grupos de no menos de veinte personas. Porque de la soledad ya casi sólo nos queda el pensar que somos solitarios porque un fin de semana nos quedamos con nosotros mismos. Luego, esos señalados seres de luz, omiten el prestigio bajándose al bar a pasar la tarde o directamente poniendo la tele que no es más que otra forma de compañía: la del mass media, la de tus ídolos de barro, a los que parece que puedes hablar, tocar y comprender y nada más lejos de la realidad.
Sé que morirte solo y que encuentren tu cadáver por el hedor cuando no siete años después por gracia de tu heredero que no sabía nada de ti y tiró la puerta abajo de su nueva propiedad es triste. Muy triste. Pero debería haber un término medio entre eso, que a fin de cuentas podría ser la decisión de algunos –morirse a solas; en paz–, y no disponer de un minuto a solas en toda tu vida salvo cuando te haces de vientre o te duchas, siempre que en ambos momentos no transmitas tus privacidades por TikTok.
El hombre –entiéndase el hombre y la mujer, queridos correctores ortográficos (en realidad de la moral) sin sentido– es menos hombre desde que no se atiende a sí mismo. Desde que por medio de los medios de comunicación –o sea, de la política– y de la presión social –o sea, de los medios de comunicación– asume que la soledad es un desperfecto mental cuando vivir continuamente en compañía es una auténtica prueba de fuego.
Yo jamás he sido más que feliz que a solas, asumiendo que acompañado he pasado también gratísimos momentos. Pero la lectura –y escritura en mi caso– me lleva años permitiendo tener que estar, porque sí, a solas. Hace poco, por cierto, estaba en plena lectura en una playa cuando otra persona me comenzó a hacer preguntas. Cuando conseguí quitármelo de encima –le interesaba qué leía, primero, y de dónde era, después– me di cuenta que buena parte de la sociedad no respeta al lector creyéndose con la misma capacidad de interrumpir que se ejecuta cuando el contrario utiliza de manera compulsiva el teléfono móvil. Llevo ya, por cierto, cuatro horas con mi aparatito estúpido –primo hermano de la caja tonta– desconectado, en lo que sí podríamos decir que es una chulería casi inservible: como no tener los recibos domiciliados en el banco e ir de auténtico por pagarlos en efectivo en ventanilla, con el pésimo gesto de la cajera tras una cola infernal.
Pero tengamos en cuenta algo: la soledad es el último reducto del final de la estela de lo que algunos creen que es la libertad. Acompañado no puede haber ninguna autonomía; si acaso refugio, compañía, ayuda, equipo, y todas esas cosas que nos hacen, según los parámetros habituales, mejores personas. Pero les animo a quedarse solos. A vivir en silencio. A leer lo que no te dictan las listas de novedades o más vendidos. Vivir en paz. Lo más parecido a enclaustrarte. Lo más parecido a vivir, a fin de cuentas. Al fin.
(Publicado en El Imparcial el 01/05/23)

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