Aurora

 

Tras la lectura de Señor mayor en este mismo medio, no fueron pocas las personas que me felicitaron. Además, ese termómetro manipulable de los me gusta también batía récords: 7–0, decía el marcador de El Imparcial acalambrando la extrema soberbia de mi ego: no sólo le había gustado a tanta gente como para gastar dos segundos en darle al like sino que por el mismo precio los que odian y jamás te lo confiesan fueron incapaces de pinchar en su antónimo. Por lo que cabalgaba por la calle con el pecho henchido cuando una de los lectores entusiasmados –recalco que era alguien que no me conoce de nada, salvo de mis libros y columnas– me enviaba un mensaje privado a través de Twitter que decía así: Tío, cuando seas millonario acuérdate de los pobres. También compré ‘Pedagogía’ y me está gustando mucho. Enhorabuena. 

 

Yo creo que mucha gente piensa que, más o menos, los que escribimos y vemos nuestros manuscritos publicados vivimos de esto. Los más perdidos, hasta nos deben comparar con futbolistas, estrellas de la televisión, cantantes e incluso concejales. Pero nada más lejos de la realidad: ni Dragó vivió en sus últimos años de sus libros cuando mis lectores, en la actualidad, no llegan ni al medio millar, entendiendo que llevo cuatro años masacrándoles con diarios violentos y poemarios muy alejados del establishment: el napalm de la progresía. 

 

Tras trece libros publicados, y aunque resida cada vez más lejos de donde me publican, la cosa es tal que así: uno escribe y con suerte una editorial le saca a la venta su obra, trata a su vez de tener colegas del gremio para que hablen de sus libros cuando tiene la obligación de promocionarse en las redes, a veces reseñistas involucrados aceptan el elogiarte, cuando algunos traspasan el umbral de la pobreza siendo contratados como columnistas; y para los que se trabajan las veinticuatro horas del día su presente buscando financiación sin cesar, están los festivales de literatura, que regados con dinero público permiten que poetas reciten ante siete oyentes a cambio de mil euros o escritores nos cuenten sus pajas mentales por dos mil ante una audiencia entregada conformada por un 90% de amigos de la infancia, compañeros del gremio y familiares. Esta última vía de agua económica, si consigues que cada año sean cuatro o cinco los festivales que te anuncien en sus carteles, te permite, junto con el resto de ingresos, vivir de la literatura, que no de tus libros. 

 

Para comprender la realidad de la literatura contemporánea, entendiendo que hay mucha menos gente que lea libros que durante el siglo XX, siempre cuento esta anécdota. En algún momento de la década pasada –calculo que sobre 2016–, una escritora china que vivía de sus libros me eligió como su pareja. Yo creo que tuvimos que estar dos o tres semanas juntos. Le gustaba el tinto; como a mí. Todo aquello aconteció en el barrio pequinés de Sanlitun. La relación se truncó porque yo, en cambio, jamás había pensado en ella como mi media naranja. La escritora vivía temporalmente en casa de un famoso director de cine taiwanés –eso decía ella, como queriendo inflamar el momento– cuando fue otra de las que trató de cuidarme como si fuera su hijo paralítico, que siendo china es un absoluto rara avis: compraba la cena para que la trajeran a casa, incluso alguna botella de vino, no me permitía pagar gastos comunes del apartamento… Como decía, aquello se truncó para ella mientras yo seguí mi camino, mucho más certero que el del famoso director de cine taiwanés, que no recuerdo ni quién era, o que el de la escritora china consagrada y traducida a varias lenguas. Pero todo esto es para aclararles por dónde van los tiros de la literatura en este siglo XXI, ya que en un momento de nuestra relación ella me preguntó que cuánto ganaba por escribir. Cuando le dije que cero, literalmente, me hizo la pregunta de lo que va de siglo: Y entonces, ¿para qué escribes?

 

Como yo no albergo tiempo ni capacidad para guardar secretos, la susodicha se llama Sheng Keyi, a la que según veo en este mismo instante le acaban de publicar su primer libro en España titulado Frutos salvajes. Ya puestos, léanlo. No la dejan con las ganas de seguir viviendo de esto.

 

A la vez les cuento que hoy –como ayer y como cualquier día– me he levantado a eso de las seis de la mañana, que es cuando comienza la aurora. A continuación abrí las puertas de casa, sobrepasando el medidor de mi felicidad mientras visionaba el amanecer dentro de la jungla con el océano de fondo, y justo en este momento, me he puesto con Aurora, única obra de Nietzsche que me faltaba por leer, cuando ayer por fin acabé la proselitista La filosofía japonesa en su historia de Thomas P. Kasulis, que aunque maravillosamente escrita y diseccionada, no ha llegado a convencerme de que lo que muchos denominan filosofía en oriente sea justamente eso (filosofía) y no un excelso programa religioso basado en tradiciones muy lejanas aderezadas de supersticiones y misticismos infinitas. A su vez, tengo casi abandonado el Diario de viaje de un filósofo de Keyserling, porque como las Hojas de hierba de Walt Whitman, considero que es una de las bases de lo que hoy es la progresía. 

 

Por lo que, ¿vivir de la literatura? Ojalá. No les voy a mentir: mucho mejor que se vendan 4.000 ejemplares de Pedagogía que 400 y ya no les digo nada si alguien se atreviera a traducirme al inglés, francés o japonés. Pero desde aquí. Todo lo quiero desde aquí: desnudo, tecleando en medio de un milagro vital, rodeado de libros, con mi gata ronroneando y mi té japonés tratando de hacer las veces de esos momentos pretéritos entregados a las arritmias. Y claro, vivir con la literatura mientras no se vive de ella. No esperar en la oficina de una inmensa cocina, embutido en un uniforme, levantándome a la misma hora pero sin aurora. Y sé perfectamente de lo que estoy hablando. Porque dedicarse a la literatura no es sólo vivir de ella. Ni tener que hablar en público, con el patrocinio de diputaciones, ayuntamientos, gobiernos regionales, bancos y alguna que otra cerveza, sobre asuntos que, en realidad, no te importan ni a ti mismo. 

 

Y contestando a mi seguidor enfervorizado, lo único que creo modificaría mi modus vivendi si viviera de esto sería mi cuenta corriente, donde habría más dinero sin utilizar, estancado, porque con estas edades ya no estamos para subirnos a más trenes vitales teniendo una aurora cada mañana rodeado de jungla, mientras en la balda de los libros por leer los Discursos de Cicerón y Palabra y objeto de Quine me miran a los ojos de manera persistente. Por lo que, ¿qué más le puedo pedir a la vida? Si acaso sólo una cosa: que todos los satélites descabalguen y que sólo nos podamos comunicar por carta: mi sueño global absoluto.


Publicado en El Imparcial el 12/06/23.

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