Llevo toda mi vida comiendo incienso o escuchando historias estratosféricas sobre gentes orientales. Estas historias siempre generadas por occidentales, compatriotas en no pocos casos, que visitan la India y regresan extasiados. No todos los días, pero este hecho acontece a menudo. A veces esos parlanchines son veganos, por lo que ya tenemos el chiste resuelto. Yo un día me mudé a China por razones laborales, pero ya allí trate de buscar tanto el pensamiento confuciano como el budismo tibetano y donde mejor me encontré –fueron, aclaro, seis años en tierras por aquel entonces de Hu Jintao– fue en una muy deteriorada mezquita fuera de las guías de viaje en la ciudad de Xi’an donde leía, y mucho, en sus jardines deformados por la falta de mantenimiento y la nula asistencia de personas, alejado de las masas que interpretaban a cuatrocientos metros escasos el progreso convertido en ir de compras en manada sobre una avenida peatonal.
De los diecisiete años que llevo fuera de España trece los he vivido en Asia, y tras cuatro años y pico en África, regresé al continente que también es conocido por su filosofía hace algo menos de un año. En Bali, para ir limando asperezas, no hay atisbo de filosofía, siquiera de pensamiento alguno. De hecho ni los lugareños, entregados al animismo en masa, se preocupan de esa occidentalización: pensar que todo el planeta piensa, razona, inventa y corre los 100 metros lisos por debajo de los diez segundos. No. Ni todas las cabezas ni todos los genitales son idénticos. Aunque queramos ser iguales ante la ley no lo somos en otros muchos asuntos.
Pero es que acabo de terminar la lectura de La filosofía japonesa en su historia, de Thomas P. Kasulis, editado de manera enciclopédica por la editorial Herder, cuando a su vez leo, aunque con cierta desgana –se me hace bola: el primer woke junto a Walt Whitman–, el Diario de viaje de un filósofo, de Hermann Keyserling, y debo contarles lo que ya presentí durante mi desarrollo vital que ahora mismo más que presentimiento se ha convertido en verdad absoluta. En luz atronadora. En maremoto insaciable.
Al grano: lo que en Occidente llamamos filosofía oriental es mentira. No existe. Ni siquiera es una quimera. Y no pasa nada, salvo si confundimos al personal con su existencia. Filosofía sólo hay una y ésta nace, se reproduce y quién sabe si ya muere –o está directamente muerta– en Occidente. Y no es porque el pensador de moda actual, Byung-Chul Han, naciera en Corea del Sur y, en realidad, piense como un europeo y haya estudiado y ejerza en Alemania, escribiendo en alemán, sino porque, a mí modo de ver, se ha confundido misticismo, religión, tradición y superstición con filosofía. Poner apellidos a lo que es universal, en este caso la filosofía, es degeneración, como poner en plano de igualdad lo que está llamado a ser universal y para todos. La filosofía, recalco, nace en Grecia, pero no es de Grecia; la filosofía se desarrolla en Occidente, pero no es de Occidente; la filosofía se va desplegando a medida que el hombre madura y su pensamiento es capaz de establecer razones a causas desconocidas. Pero eso vale en cualquier sitio del planeta. El error es aceptar que nuestra filosofía es occidentalocéntrica. No, se ha desarrollado en Occidente, y si se hubiera desarrollado en Alaska, sería igual. Otro día podemos entrar en por qué se ha desarrollado donde se ha desarrollado. O por qué la revolución industrial no comenzó en China, en Bolivia o en Cabo Verde.
Ayer ya me lo apuntó Keyserling, entregado a la causa oriental, pero dándome la clave de lo que llevo explicándoles hace ya un rato: A los creadores de la literatura filosófica india no les importaba lo más mínimo expresarse con propiedad, en el sentido que nosotros damos a esta palabra. Ni les interesaba la exactitud científica ni el cuño artístico de la expresión. Los escritores indios aspiraban a muy distinto fin; por una parte, querían proporcionar un esqueleto apto para la tradición viviente; por otra parte un medio para la realización de verdades espirituales, y, por último, una fijación fácilmente comprensible y conservable de estas verdades, en simbolismo convencional, para provecho de los que saben, no de los que quieren aprender. Así justifica Keyserling el error de colocar en un mismo mundo a las filosofías helénica, kantiana e india, además de que da a entender que los escribanos de aquella época no tenían muchas miras o eran directamente analfabetos. Y cierra todo con este broche de oro: La filosofía india –si así puede llamarse– resulta incomparable con la nuestra, porque no se basa en el trabajo mental.
Y entonces, ¿en qué se basa? Kasulis con su filosofía japonesa en su historia viene a decir lo mismo. Al inicio de su magna obra ya nos avisa de que para comprender lo que vamos a leer es necesario, más que la lectura, el poner mucho de nuestra parte. Porque a la supuesta filosofía oriental, en realidad, se llega no estudiando, razonando o leyendo, sino de manera implícita: estando con un monje diez años, en un templo el doble, o haciendo yoga en el siglo XXI mientras de fondo se escuchan bandadas de pájaros y olas de mar que siempre imaginamos turquesas; y si no que se lo pregunten a muchos que así ejercen (occidentales) y se creen tocados por la varita mágica de la sabiduría ancestral. Al final de su obra, Kasulis nos da otra de las claves: resulta que el estudioso norteamericano, absorto con la mal llamada filosofía oriental en un romance gratuito tan simplista por estar hablando de otras culturas que no deben quedarse atrás, entabló conversación con un maestro zen especialista en diseñar jardines japoneses. Ante una duda, el autor de la obra le preguntó: “¿Cómo sabe dónde colocar las rocas?”; a lo que el maestro le contestó: “Las coloco donde quieren estar”. ¿No es abrumadora la filosofía oriental que supone posible que una piedra decida por la mente del jardinero? ¿Y qué pasaría si el jardín fuera horrendo; a quién echaríamos la culpa: al trabajador o a las rocas? Sólo en una sociedad que no ha desarrollado el pensamiento racional y todavía vive mezclada entre la mística, el oráculo y la superstición, uno atiende más a las piedras que a su propia cabeza. Y que conste que Heródoto o en la misma Odisea los dioses mantenían diálogos. Pero esto fue ya hace ya más de 2.000 años.
Aunque no les guste escribir o no les sea necesario (Keyserling dixit), o las piedras hablen por las personas, no ha existido ni existe en Oriente un Kant, un Schopenhauer, un Nietzsche, un Cioran, un Descartes, a fin de cuentas, alguien que haya sido capaz de crear escuela, pensamiento, y que sus razonamientos y teorías no sólo sean estudiados siglos después sino que sigan siendo publicados. Por cierto, algunos me hablarán de Confucio. Bueno, más que filósofo fue un pensador y educador. Y aunque deseen ascenderlo al rango de filósofo: ¿quieren, de verdad, compararlo con Aristóteles? ¿Acaso con Platón? ¿Cicerón entonces? Pero les voy a comentar algo por si aún no se atrevieron a preguntárselo: Desde que Confucio existió nada que llevarse a la boca, filosóficamente hablando, más de dos mil años después en el país más poblado del planeta. ¿No les parece algo extraño? A mí no. Porque repito: en Oriente no existe la filosofía. Si acaso en Japón, desde que Nishida entendió que debía ejercerla, interpretarla, como en Europa y no como si fuera un maestro zen. Y todo aquello que creemos filosofía oriental, en realidad, tiene más que ver con el saber concentrarse, el respirar hasta el límite, el ser supersticioso y el caernos bien. Porque esto último, a fin de cuentas, es buena parte de lo esencial: la cuestión étnica geopolítica.
Dejo para el final los asuntos con conexiones divinas, que en Asia son imperativo. Veamos. Aún en Occidente existe la teología y aunque ésta sin ser denostada está alejada de lo más leído, necesitamos aceptar que existan algunas personas que para entenderse con Dios utilicen la filosofía. Y no porque se necesite la teología para ver filosofía, sino porque en esos casos dicen ver con la teología más allá de la filosofía. Es su opinión, siempre con la filosofía y la razón por delante. En cambio, las culturas asiáticas llenan de teosofía la filosofía no para ver más lejos, sino porque no ven ni de cerca.
Para finalizar, quiero explicarles otra cosa. Sabemos de la filosofía oriental porque en Occidente nos molestábamos en viajar –y no sólo en conquistar– y aprender. O sea, porque Kasulis el siglo pasado se fue leyendo más de cien libros sobre hinduismo, budismo y confucianismo –la práctica totalidad de ellos escritos por occidentales y editados en Occidente– cuando hace ya algo más de un siglo un filósofo desconocido llamado Hermann Keyserling inició un trayecto por Asia y América donde plasmó sus investigaciones y experiencias. O dicho de otra forma: si el mundo girara en torno a Oriente, ¿alguien habría viajado a Alemania en los tiempos de Nietzsche para aprender y transcribirlo? ¿Y en estos tiempos donde hay aviones, internet y becas existe alguien de allí que lo haya intentado? Yo estoy seguro que de la misma mentalidad progre que hoy nos atora, algunos, el siglo pasado, decidieron justificar nuestras invasiones, conquistas, inventos y, a fin de cuentas, superioridad, para denominar algo erróneamente con el único fin de que se sintieran aún más felices. Igualar desde abajo. Que no se sientan mal. Cuando en realidad ellos iban a seguir haciendo lo mismo, les llamen filosofía oriental, tradición o petanca. Porque lo bueno de su manera de ser es que les da igual lo que nosotros pensemos de sus actos.
Y termino con la página 349 de Diario de viaje de un filósofo: “A todo el que se haya preguntado por la fórmula de su creación contestan siempre: trabajamos con la intuición sola, pues la reflexión no va bastante aprisa”.
(Publicado en El Imparcial el 19/06/23)

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