Obituario


Se había quedado una noche dudosa, que es la que se te muestra cuando te ves hace 25 años en una fotografía y ésta la comparas con lo que hoy te ofrece el espejo. La degradación. El deterioro absoluto. Dos personas completamente diferentes. Afortunadamente. Porque para eso hemos venido a la vida, ¿verdad? Evolución o involución, pero nunca quedarte quieto. Fue mi madre la que, tratando de engatusar a su nueva nuera, ejercía el derecho a la más triste comparación: la del paso de los años. Porque las buenas intenciones mal trazadas no entienden ni de madres. 

 

Tras aquello y el ponerme a pensar, me fui al verdadero lugar donde hacerlo: la cama. Estaba solo, había leído bastante e incluso escrito, y antes de perderme en la actualidad de los podcasts me centré en divagar. No recuerdo bien a qué se dedicaba mi mente, si soñaba con ser publicado en japonés o con dar charlas semidesnudo en universidades prestigiosas, aunque lo que sí memoricé fue la última vez que vi la hora; y eran las 22:00. Entonces, supongo, la pantalla de la vida se puso en negro. Silencio sepulcral. Quién sabe si algún sueño, por supuesto no húmedo. Pero de pronto, un picotazo; o un ataque con una espada; o una llaga dolorosísima sobre la que exprimían zumo de limón; o incluso una picadura de medusa, que la última vez que la padecí fue en Menorca allá por 2005. 

 

Porque todo eso a la vez sentí a las 00:56, sin saber por dónde me venían las hostias. Aturdido y muy dormido fui a orinar, como siempre sentado, cayendo en la cuenta de dos asuntos intensamente novedosos: que el dolor era insoportable, y que por ello no paraba de gritar, algo absolutamente inédito en mis recuerdos vitales. Luego regresé a la cama y me quedé tumbado bocabajo. Antes, me miraba en el mismo espejo donde se había reflejado mi degradación por el paso de los años tratando de entender qué tenía en la espalda, encima del hígado, sobre el costado derecho. Y como vi una especie de herida pensé, aún aturdido por el sueño profundo, que Martina, mi gata, me había arañado con una uña infectada. Pero ni Pedro Almodóvar en el más cretino de sus guiones: ni mi gata araña, ni tiene nada infectado. Simplemente, mi cerebro aún no se había solidificado. Y además, el dolor menguaba mi capacidad de reacción y comprensión. Que si hubieran venido a coserme a puñaladas les habría abierto hasta la puerta de casa, grogui como un sparring. 

 

A las 02:30, hora y media después del ataque furibundo, y sin poder dormir ni dejar de emitir gemidos de dolor –a esas alturas escuchaba de aquella manera el podcast de Arcadi Espada Yira Yira, al que tampoco prestaba atención ni en realidad sabía cómo había llegado hasta allí–, contacté a mi novia que con la escasísima información que yo manejaba le valió para advertirme de la absoluta novedad: lo más probable es que haya sido un escorpión, me dijo en una madrugada que se tornaba mucho más negra de lo habitual. Juro que en ese primer instante iba a enviarle a mi editor un mensaje entregándole las claves de mi portátil, por si las moscas, en este caso por si los alacranes. El ego, por lo tanto, siquiera fue infectado por aquello que me había atravesado un trozo de mi espalda. 

 

Vivir en medio de la jungla, literalmente, se ha convertido en una de mis últimas vaciladas de cara a amigos y lectores. Y claro, salirme ahora de mi propia propaganda iba a ser harto complicado, teniendo en cuenta que aún tecleo recordando la anécdota mientras aprecio en toda su grandiosidad –y felicidad– el lugar donde ya llevo dos meses y pico viviendo: un milagro tan absoluto de la naturaleza que hasta los escorpiones campan a sus anchas. Tras el comentario de Ni Luh, que es nativa y sabe lo que se dice, me vestí de aquella manera –cuando tu físico se derrumba, eres escritor y resides en medio de la selva puedes aparentar todo lo que desees y más–, yéndome jungla a través a la búsqueda de mi moto, única herramienta posible para llegar hasta un hospital del que desconocía no ya su ubicación sino hasta su existencia aclarando que en Bali prácticamente no hay taxis y ninguno en mi zona de residencia. 

 

Mientras conducía muy despacio bajo la estrellada y solitaria noche balinesa, hacía inventario de lo sucedido. Primero, el dolor del supuesto picotazo me llegaba desde la nalga, por debajo, hasta el hombro, por arriba; o sea: se estaba expandiendo a pasos agigantados. Después, yo estaba convencido que el tramo muy familiar de jungla que crucé era diferente en su olor y color a lo de siempre; añadiendo que me sentía mareado y algo atacado además de con un creciente calor corporal. Solo cogí al salir el cargador del móvil y Aurora, de Nietzsche, que en esos días leía. Cuando llegué a las urgencias del BaliMéd, me tumbaron en una camilla para decirme, con dudas y nerviosismo –de noche no trabajan los más experimentados– que como eran dos picotazos paralelos debía haber sido una serpiente. Por lo que de nuevo vivir en la jungla me entregaba nuevas posibilidades que yo jamás había calibrado. En aquellos instantes de confusión general descarté al simio y al cocodrilo, aunque seguía buscando más opciones, que seguro las había: tarántulas, por ejemplo. 

 

Fuera lo que fuera lo que se dejó los dientes o el aguijón, aquello se transformó en un ingreso en urgencias donde me metieron de todo: desde el clásico y cansino suero, a analgésicos contra el dolor, vacunas antitetánicas, inyecciones antialérgicas y hasta antídotos. Tras todo ese mejunje debí quedarme dormido un par de horas. Cuando desperté, pensaba que ya podía irme a casa y contar la anécdota a diestro y siniestro. Porque la vida sólo está para eso: para contarla. Pero las normas, según me dijeron los empleados del hospital, indicaban que en caso de picadura de escorpión o serpiente el paciente debe quedarse al menos 48 horas ingresado en observación. Por lo que con el amanecer y la llegada de Ni Luh me trasladaron a planta. Y yo, muy flamenco, ya le decía al doctor que me encontraba bien, que quería marcharme y que me quitara el suero, que me molestaba sólo de verlo. Pero faltaba un detalle con importancia al que aún no había prestado atención: dormir.

 

Porque cayó la noche y allí no hubo ni una mísera siesta, lo cual me sorprendió. Yo leía con violencia y hasta comía notablemente cuando lo único que allí seguía descontrolado era mi pulso, que en ese absoluto reposo llegaba a las 120 pulsaciones por minuto. Ni Luh descoyuntada, tratando de dormir, y a mí que se me acaba el libro entrada la madrugada, por lo que me puse también a dormir. Que es un decir. Porque fue cerrar los ojos y rememorar noches lisérgicas pretéritas: colores rojos y muchos relieves, carreteras llenas de badenes que se deformaban a mi paso, junglas familiares, de pronto un verde intensísimo, luego un azul pitufo… Debo reconocer que la madrugada anterior al llegar al hospital, y al cerrar los ojos, lo veía todo verde. Pero bueno, de aquellas no quería dormir, sino que me ayudaran a salir adelante. 

 

A eso de las tres de la madrugada me presenté con la bolsa de suero en la recepción exigiendo un ansiolítico o algo parecido; que me estaba volviendo loco, vaya. Lo gracioso de Asia, y esto se extrapola a casi cualquier nación de esta parte de este inmenso continente, es que consideran los tranquilizantes como algo serio, por lo que tras casi detener el sueño del resto de ingresados por mis peticiones alevosas, conseguí que la enfermera de guardia me entregara algo. A las cinco debí quedarme dormido; a las nueve, despierto otra vez, muy cansado, aturdido, atacado y con las mismas visiones extrañas de la noche anterior si me atrevía de nuevo a cerrar los ojos. El desayuno, eso sí, impecable.

 

Todo el nuevo día continué hospitalizado, dándoseme el alta ya por la mañana del siguiente día, muy cansado y atolondrado y, sobre todo, dubitativo ante un hecho palpable: allí nadie sabía a ciencia cierta si aquello había sido obra de una serpiente o de un escorpión. Pero justo antes de largarme, un doctor que por primera vez me visitaba –éste algo más entrado en años–, me regaló la aclaración que necesitaba para vivir más tranquilo: tuvo que ser un escorpión, me aseguró. Al llegar a casa, los nativos que trabajan los campos de arroz y que llevan toda su vida enfrentándose a este tipo de situaciones, corroboraron las palabras del último médico: fue un escorpión; las serpientes no se suben a las camas y sus picaduras son diferentes. Pero una cosa sí debo aclarar: si fue un escorpión tuvo con ganas de joder, ya que me pico dos veces, a falta de una. 

 

Uno siempre atiende a sus problemas físicos en base al historial mundial de los mismos. Un dolor en el pecho puede desembocar en infarto como sabemos que la gripe común dura cuatro o cinco días o que tras un dolor de muelas el dentista está a la vuelta de la esquina cuando abusar del picante a la vez que te rascas el ano suele atraer la aparición de hemorroides. Por eso cuando el COVID, y por toda la fanfarria periodística y gubernamental, la gente cayó más en el miedo a la incertidumbre que en otra cosa. Por lo desconocido. Pues bien, yo en medio de aquellas sesenta horas, tuve esa duda: no conservaba bagaje alguno que me permitiera quedarme tranquilo, ni de ningún amigo, ni de algún libro siquiera hojeado sobre el asunto o de lo que fuera que versara sobre escorpiones, serpientes y parecidos. ¿Es el veneno de escorpión nocivo? ¿Acaso lo sería contra mí si hubiera sido alérgico al mismo? ¿El hecho de que la espalda esté cerca de la cara torácica podría haber afectado a mi vida, teniendo en cuenta que mi pulso ya estaba atacado? ¿Y qué tipo de escorpión me picó? ¿Existen muchas clases? Y si fuera así, ¿en qué varían sus venenos? Teniendo en cuenta, además, que ya no gasto 25 años, como aquel muchachete de la foto que mi madre envió a Ni Luh, me apresuré, en el mismo ego del escritor, no sólo a barruntar qué iba a hacer mi editor con mis escritos no publicados, sino quiénes y con qué palabras escribirían mi obituario. Y en la página de Wikipedia, un cierre dramático al curso de la vida en forma de fecha así como en la portada de este mismo medio, un titular incontestable: Una picadura de escorpión acaba con la vida de Joaquín Campos, escritor y columnista de El Imparcial.


(Publicado en El Imparcial el 28/06/23)

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