A mi madre siempre le digo, y sin un ápice de exageración, que si mañana me cayera cadena perpetua por violar a bebés y desangrarlos tras hervirlos en cazuelas oxidadas, ella me visitaría en el presidio con buena cara recordándome lo guapo y lumbreras que soy y lo mucho que me quiere, cuando jamás olvidaría mencionar que, incluso con los grilletes anudando mis tobillos, me beba el zumo de naranja tras exprimirlo lo más rápido posible no vaya a ser que se le vayan las vitaminas.
A mi novia le ocurre igual aunque en diferente versión. Tiene una hija de siete años a la que, gracias a mi proposición, apuntó la semana pasada a clases de piano y guitarra. Pues bien, antes de ayer le dieron los resultados en forma de dos videos de unos veinte segundos, en donde la niña sale raspando la guitarra como si tuviera los dedos de Carlos de Inglaterra así como tocando el piano de una manera parecida a si fuera un tutsi al que un hutu le amputó nueve falanges. Lo habitual cuando tomas tus primeras lecciones musicales. Pues incluso así, yo creo que se ha puesto ambos videos unas doscientas veces –la pasada noche, incluso, a eso de las 4 de la madrugada– y no han pasado ni cuarenta y ocho horas de la primera clase. No sé, intercala de vez en cuando a Tchaikovsky, le comenté; pero caso omiso.
Coincide en el tiempo lo que mi buena amiga Asunta me dice mientras lee Ajuste de cuentas, mis primeros diarios. Como en casi toda mi obra, ya sea por medio de mi persona o la de mis personajes renuncio, o al menos recelo, a eso de traer hijos al mundo, ella me sugiere que entienda a los que sí tienen hijos y también viven muy bien o hacen lo que les da la gana. Es como Alberto Olmos, que asegura que si no la única sí que la mejor, más apabullante e indescriptible experiencia vital le ha resultado el formar una familia, aclaro yo que clásica: de las de papá varón, mamá hembra e hijos nacidos tras el frotamiento inguinal, algo tan denostado, tan de poca moda en estos tiempos que corren.
La pasada noche, de nuevo, tuvimos show de la hija de mi novia antes de acostarnos. Desde la cama, asistimos a un espectáculo de danza balinesa –y la verdad que aquí no existe broma alguna: lo hace de maravilla– por el que nos quedamos encantados los tres: ella por nuestra atención y aprobación en forma de aplausos y sonrisas, y nosotros porque apreciamos aptitudes reales de bailarina. Pero en medio del éxtasis maternal surgió la pregunta incandescente dirigida a la persona que como poco vive al otro lado de los márgenes: ¿Tú crees que en el futuro podrá dedicarse profesionalmente a la danza balinesa?, me preguntó la extasiada madre, que la miraba como si aquello fuera la escena más lograda, en lo lacrimógeno, de La dama y el vagabundo; a lo que yo repliqué: Con 16 años, preñada y drogadicta. No le sentó bien, la verdad. Luego lo justifiqué con lo de mejor ponernos en lo peor, que para mí sería simplemente algo posible, y ya luego nos emocionamos si vive de esto y es pura y casta.
Yo creo que para sectas las de las familias, epicentro en las madres. No porque allí te maleduquen y maltraten, que en realidad es todo lo contrario, sino porque para los progenitores queda por completo anulado el poder de discernir entre bueno y malo, correcto e incorrecto, si tu hijo está en medio de la ecuación. Por muy retrasado que este sea, que suele ser lo habitual.
(Publicado en El Imparcial el 03/07/23)

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