Bienes tangibles


Al contrario que usted, querido lector, y que la inmensa mayoría de las personas que no me leen, sean estos nacidos –o no– en la India, en el Perú o en Australia, la gente atesora bienes tangibles, ya sean estos en forma de viviendas, terrenos, locales comerciales, herencias aún por repartir, vehículos… y hasta según lo arcaico de la zona todavía se heredan puestos de trabajo. Y los escasos que no han conquistado ninguno de estos sueños vitales suelen pedir el deseo, a la par que soplan las velas del cumpleaños o cuando se jalan las doce uvas de año nuevo, de agarrar un pisito, al menos, si no ese coche deportivo o motocicleta ruidosa. Nadie quiere pasar por el escenario de la vida sin decirnos que ha tenido algo de éxito, mostrándonos la prueba del algodón. 

 

Todo esto que acabo de contarles es para aclararles que yo no poseo nada, siquiera de alquiler, y mucho menos condenado a una hipoteca a treinta o cuarenta años cuando al soplar las velas sólo pido más proyectos literarios finalizados con sus consiguientes publicaciones además de lecturas intensas y aprendizaje. Ningún sueño, deseo aclarar, que la Hacienda lo busque, investigue, tase, catalogue y cargue. Pero a cambio de todos esos desordenes tan bien valorados por los bancos, poseo algo milagroso que no es un poder sino otro bien tangible, al menos para mí, que daría para un documental de Isabel Coixet, con lo que debo pasar a mis anales tratando de juntarlo junto a mí, sobre mí, frente a mí, en esta casa en medio de la jungla o en la que toque cuando arriben al puerto de Bali a bordo de un contenedor, espero sin fisuras y a buena temperatura. Y no, no es vino.

 

Porque tras preguntar a mis cercanos sobre mi plan vital –todos y cada uno de ellos se oponen por diversas causas: tus relaciones duran menos que las señales horarias, te van a salir muy caros los portes, eres una persona inquieta y quién sabe si el año que viene estarás residiendo en Kabul… –, y sin tener en cuenta sus advertencias, que uno pide consejo más que nada para verles aconsejar, ya busco la manera de traerme mis mil y pico libros repartidos entre la casa de mi ex en Barcelona y mi antiguo hogar en las montañas de la isla de Brava. Coordinar y enviar mi único bien tangible porque no tiene sentido alguno que mi biblioteca no pueda ejercer de ella.

 

Había pensado en hacerme amigo de algún diplomático patrio, ya que esos cabrones tienen gratuidad anual para todo aquello que quieran, incluidos portes transoceánicos, pero es que casi a los 50 tratar de hacerse amigo de más gente me genera mucha pesadumbre. Inquietud, incluso. Por lo que tras poco pensar me veo en la obligación de anunciarles que cuando consiga el dinero correspondiente mis libros viajarán, quién sabe si junto a detergentes, baldosas, escobas o pistones –me apuesto medio millar de ellos (de libros) a que no junto a otras bibliotecas–, camino del puerto de Denpasar, donde mi novia irá a recogerlos por aquello de la no reciprocidad: a los locales no les cobran impuestos y otras coimas mientras que a los extranjeros –inmigrantes, mismamente, querido progre– nos cosen a puñaladas. 

 

Otro buen amigo me dice que vivir sin apego a lo material me ayudará a sentirme mejor, cuando aparte de los libros no tengo, literalmente, nada. Que mi novia me preguntó hace unos meses, tras recoger mi ropa en la lavandería, que dónde guardo el resto de la misma, dándose cuenta tras mi respuesta de que, en el fondo, comparte techo con un proyecto de mendigo. 

 

Y de todas formas me parece un fraude de ley, de vida, que alguien que ama los libros, que escribe y que los siente como la necesidad máxima aparte del respirar, alimentarse, asearse y soltar lastres fisiológicos, no sea capaz de vivir un tiempo, quién sabe si hasta el final de sus días –o hasta el año que viene: me da igual– con lo que de verdad le place: su biblioteca; la cual, aseguro, jamás será utilizada como fondo en fotografías o videos: ese nuevo cáncer de los escritores y de los que creen serlo: aparentar más que escribir. 

 

Y cuando me muera como si quieren hacer confeti. 


(Publicado en El Imparcial el 17/07/23)

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