Es curioso. Comprendemos que Felipe VI puede ir vestido de etiqueta si participa en una cena oficial, por ejemplo, con otros monarcas, pero no si se ha pasado con doña Letizia de esa guisa a aplaudir a los esforzados ciclistas de la Vuelta a su paso por la meta volante de Medina del Campo. De igual forma el capo de una tribu ugandesa nos es familiar si nos topamos con él en la sabana sudanesa oriental, pero nos resultaría extraño si con el mismo atuendo recorriera las playas de Badalona. Aquí aclaro que salvo si estuviera vendiéndonos relojes tan falsos como ostentosos a la par de jirafas talladas en madera.
A mí, en verdad, me ocurre un poco lo mismo. No ya sin fondo de armario, sino directamente sin armario, recorro esta vida con diez camisetas iguales, negras descoloridas, sin aspavientos ni detalles, además de con un par de pantalones cortos y también negros desgastados del uso. Que todo sería que un día yo fuera la moda y tuviera que cambiarme al chándal amarillo ante la proliferación de la impersonal masa que copia al dictado. Pero así vestido, en realidad mal vestido, cuando jamás utilizo la plancha como mi cabello desaliñado sobre una inmensa calva jamás roza peine o simple coletero –y ya no digamos gel fijador–, a sumar las barbas canosas y frondosas… decía que de esa guisa en Bali, y antes en China, Camboya y Cabo Verde, les parecía a los nativos un tipo correcto, adecuado, incluso moderno, único y hasta algunas veces artista, como me decían bastantes chinas cada vez que se topaban conmigo bebiendo botellas de whisky japonés y dándole a la tecla en tugurios muy mejorables. Debe ser que al menos en aquellos años en el país de la dictadura sin fin no existía la mendicidad y, por tanto, las asociaciones mentales donde tipos parecidos a mí pernoctando en cajeros automáticos no se les aparecían.
En cambio, en Cabo Verde la asociación de ideas sí que fue memorable. Como con las mismas pintas siempre paseaba leyendo un libro, una vez un señor local me preguntó si yo era sacerdote. Acojonante. Pero luego queda esa parte del mundo llamada Occidente. De donde yo provengo. La que se la coge con papel de fumar. La del no al cambio climático mientras entre las dos casas gastan tres lavadoras, dos secadoras, cuatro frigoríficos, dos congeladoras, once aires acondicionados, tres piscinas y en los aparcamientos, tres coches y dos motocicletas, cuando no un Falcon.
Porque Málaga, de la que me fui allá por 1995 y que parecía una ciudad en unos permanentes Juegos Olímpicos –el paraíso del chándal–, hoy me mira de aquella manera, ya sea en un museo, a lomos de un vagón de metro o cruzando la plaza de la Constitución camino de la calle Larios. Aunque todo comenzó bien: no sé aún por qué entré aquel día a El Corte Inglés cuando al salir sonó la alarma. El guarda, en este caso, ni se inmutó. Yo creo que como el famoso gag de Faemino y Cansado había sido él mismo el que había accionado el sonidito.
Aunque en el museo Picasso el guarda de seguridad sí que me miró de arriba abajo. Bien es cierto que el sí que parecía estar en consonancia con su uniforme, además de muy entregado a la causa. Pero claro, yo allí no gastaba siquiera unas zapatillas de marca, sino unas chanclas que acompasaban muy mal con mi atuendo negro desgastado perenne. Pagar en efectivo tampoco ayudó. La mirada extraña, los andares de sheriff, las barbas tan frondosas como canosas… Que un día se producirá un atraco, y en la confusión, yo seré detenido y utilizado junto a otros cuatro para la rueda de reconocimiento. Lástima que no me tope con un director de casting y me meta, ya puestos, en alguna serie.
Aunque el colmo ha llegado hoy en la parada de metro de Carranque. Allí, leyendo los diarios de Montano camino del Museo Ruso, he visto claramente cómo una madre tiraba agresivamente de la mano de su hija –edades comprendidas entre el medio siglo, la madre; y la mayoría de edad escasa, la heredera– cuando al abrirse las puertas seleccionábamos los posibles asientos. Y como en una adaptación sui generis del baile de la silla me he quedado sólo con los asientos de mi derecha e izquierda, vacíos. La madre estuvo un par de estaciones echándome miradas extrañas. Y eso que yo era el único que leía en el vagón. Que porque me pilla emparejado, que si no le aprieto a la hija y me tiene en su casa todos los domingos para calzarme la paella –y lo que no es la paella– y para beberme la bodega del marido.
Para redondear la mañana, y siendo la única persona que esperaba para la apertura del Museo Ruso, uno de seguridad –otra vez: esta vez eran tres– me ha examinado de arriba abajo con tanta claridad que desde ese instante ya sabía que esta columna sería escrita. Porque la gracia de todo esto es que sin tener que acceder a museos, porque en Bali no los hay, y con el mismo atuendo y leyendo libros, me paseo por la universidad donde trabaja mi novia, o por la aldea más lejana a una calle asfaltada, y siempre, absolutamente siempre, no sólo me saludan con efusividad sino que me preguntan si soy profesor, artista o escritor. Un vecino me dijo un día que paseando con el libro le había recordado a Jesucristo, la gama alta de un sacerdote. Que bien podía serlo, ya que el segurata del museo ruso, aseguro, esta mañana, y según su mirada, me habría crucificado.
(Publicado en El Imparcial el 28/07/23)

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