Apuros


Yo creo que ni las guerras nos igualaron tanto, o al menos a todos, aunque con la pandemia seguro que ocurrió, aunque sólo al principio. Porque con el tiempo, ciertos personajes con poder comenzaron tanto a dar órdenes como a pedir botellas de champán y señoritas en lugares que debían estar cerrados. Pero bueno, que la pandemia, seguro, nos igualó. Daba igual el dinero que tuvieras o la cantidad de perros a sacar: todos padecíamos las mismas reglas y, por tanto, miserias. 

 

Hoy, 24 de diciembre, a eso de las cuatro y pico de la tarde, cuando por estos lares anochece a las seis, he descubierto que otra situación nos iguala a los seres humanos: a los ricos y a los pobres, a los nativos y a los extranjeros, a los altos y a los bajos, a los hombres y a las señoras, e incluso a los binarios y a los no binarios. Y esto no es otra cosa que el colapso de los cajeros automáticos. No sé ustedes, pero yo no guardo bajo el colchón, y menos cuando estoy viajando por Asia, tres mil euros, siquiera la décima parte, qué digo, ni la vigésima en el bolsillo en un día de extrema bonanza. Y claro, un domingo de Nochebuena se colapsa el sistema bancario laosiano, que ya suena como a que la solución no va a llegar al cuarto de hora, y uno lo primero que hace es tocarse en los bolsillos y calcular cuánto suelto le queda, además de verificar si al menos tenía media cena en el frigorífico, para que cuando llames a la familia a felicitarles la Navidad no se crean que te ha secuestrado una banda de albanokosovares. Y, además, pidiendo rescate. 

 

Tras el inventario corroboré lo que sólo venía siendo una ilusión óptica: me quedaban, al cambio, cuatro euros que, a sumar el aguacate y medio, las dos mandarinas y un yogur natural, ofrecían todo mi valor a esa hora de ese día tan señalado de 2023. Que ahí mismo uno no vale ni por sus estudios, ni por sus padrinos ni espera muchos milagros. Cuánto tienes, cuánto vales. Y yo me veía cenando aguacate con emulsión de mandarinas, porque también me quedaba un poco de aceite de oliva, metiéndole dentífrico al yogur para hacerlo más ostentoso: a la menta. 

 

Pero bueno, aparte de las bromas, un domingo en una ciudad cualquiera de Laos, sin cajeros ni dinero, no es el mejor lugar como para ponerte a pedir créditos a los vecinos, siquiera a los escasísimos extranjeros que se acercan al Mekong durante la puesta de sol para inmortalizarse. O por ser más concreto: Florentino Pérez, por muchos contactos o tarjetas de crédito que tenga, si se hubiera encontrado en mi misma situación no podría haber salido de la misma con vida. De hecho, me planteé dejar Laos y cruzar la frontera tailandesa, donde los bancos y en general casi todo lo que tiene que ver con el capitalismo funciona mejor que aquí. Pero con esos 90.000 kip –unos cuatro euros, como veía diciendo–, poco iba a poder hacer: el autobús no sólo cuesta más, sino que a esa hora ya no transitaba. 

 

Pero como si el cielo rojo del atardecer trajera consigo a un Dios todopoderoso, me acordé de que la señora que me ofrece hospedaje, Nang, y que justo en el mismo instante que yo desesperaba estaba tomando un vuelo hacia Paris vía Bangkok, al ser natural de esta ciudad y poseer familiares, me permitía la opción pedigüeña, en este caso con razón. Y como al presidente del Real Madrid le habría resultado imposible, me armé de valor –uno que lleva media vida pidiendo dinero y que cuando de verdad lo necesita se tira media hora meditándolo– y le dije que hablara con alguna de sus primas para que me dejara cincuenta euros, o sea, millón doscientos mil kip, lo suficiente como para vivir cuatro días a cuerpo de rey asceta.

 

Sonará muy bestia. Pero era Nochebuena y ya había apalabrado con un tendero local la adquisición de un Honoro Vera, tinto jumillano de las bodegas Juan Gil donde se exprime, de forma notable, las cosechas de mi uva favorita relación calidad-precio: la monastrell. Uno no es un pijo, sobre todo en mi eterna caída libre, pero en Nochebuena y Nochevieja, si es que la próxima semana en vez de los cajeros se desborda el Mekong, las considero dos fechas como dos obras de arte vitales donde poder salirte de la tangente.

 

Bueno, que finalmente me entregaron el dinero, una mujer que metía pescados muy gordos y a la sal en parrillas callejeras –que una señora que vende peces en la calle salve la vida a un europeo explica a las claras el nuevo mundo que ya está aquí–, y que me fui a condecorarme. Nang me advirtió que tuviera cuidado, que a lo mejor al día siguiente aún los bancos no estarían operativos, pero yo ya, recordando a ese niño que fui en otras navidades muy placenteras, me gasté el 70% de los recaudado, añadiendo a la cesta del vicio queso brie importado, más yogures, más agua mineral, pistachos y avellanas. Porque mi felicidad, cueste o no mucho, es bastante más certera que la que podría llegar a alcanzar Florentino Pérez. Al menos en Thakhek, cuarta ciudad por habitantes de la República Democrática Popular de Laos, en un domingo de Nochebuena. 


(Publicado en El Imparcial el 12/01/24) 

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