Calzados


Una familia imponente, de estudios con doctorados, y habitante en viviendas de millón de euros según la tasación de la inmobiliaria más cercana, se tiraba una foto para subir a las redes sociales desde dentro de casa. En la misma, se aprecian a varias personas vestidas entre suficiente y bien, sin generar gestos violentos, aunque sí sonrisas varias, pero todos, absolutamente todos, en un denominador común llamativo, calzaban zapatos gruesos, botas –es invierno–, además de algunas zapatillas de deporte, con las que seguro venían de la calle, chapoteando sobre orinas de perros, cuando no encima de zurullos, además de sobre lapos, polvo, agua encharcada, y quién sabe si hasta esporas de ántrax y restos de semen, o incluso ante lo más benigno: un trozo de carne picada poco hecha y sazonada con kétchup hacendado.

 

Me llama la atención que en estos tiempos que corren, insobornablemente globalistas, donde un panameño y un asturiano, a la par de un neozelandés y un namibio, hablan de las mismas cosas (teleseries, noticias rimbombantes, goles, partes meteorológicos, videojuegos) y en el mismo instante, decía que me llama la atención que tras haber España más que adoptado a la quinoa peruana como ingrediente absoluto, cuando los fideos asiáticos pueblan nuestras dietas y ya hay más kombucha en muchas vidas excatólicas que orina humana, uno siga sin descalzarse al llegar a una casa, propia o ajena, dejando que los pelos de la alfombra reciban con los brazos abiertos las heces de Tobi, cuando el colmo del vicio ya es llegar al baño a orinar, calzado, y pisotear la alfombrilla húmeda que desde tiempos inmemoriales utiliza la familia propietaria o arrendada de la vivienda cuando salen de la ducha, todos bien mojaditos, aún sin mascarilla. 

 

Toda mi vida, por temporadas, he utilizado el producto químico fungusol. Porque entre mi ADN y esa manera arcaica de hacer deporte que asumía como la adecuada, cuando me retiraba el calzado, y sobre todo en verano, el olor a pies –en realidad a queso rancio y viejo– era entre concreto y sobresaliente. Curiosamente desde que vivo en chanclas todo eso –polvos contra el olor y pies apestosos– pasó a la historia. Y creo que esa debe de ser la clave para que la sociedad española, educada y ahorradora, globalista y genuflexa, cometa el delito flagrante de meterse en casas con los zapatos puestos cuando ya ha debido observar que en otras culturas es, simplemente, sacrilegio. 

 

Sé que sonará extraño –les prometo que soy el antónimo del progre–, pero cuando voy a España y debo entrar a un hogar y en el mismo no me dejan descalzarme –literal–, me siento sucio pisando el suelo de esa casa familiar, tantas veces con niños que gatean o incluso chupan las esquinas. Y este descubrimiento, curiosamente, viene de Asia, no sé si de toda, pero sí de casi toda (Japón, China, Corea del Sur, Taiwán, Tailandia, Vietnam, Laos, Camboya, Bali…). Y si tanto nos gusta mimetizarnos de otras culturas, a veces con calzador y sólo ante patochadas, desconozco por qué aún no somos capaces de entender que meterse en casa con los zapatos con los que has estado pateando las calles, los mercados de abastos encharcados, o las gasolineras con restos de diésel, es una guarrada absoluta, por mucho que en nuestros registros aún no queramos entenderlo, y creamos que somos muy listos por meternos jengibre a presión y arroz integral por quintales, siempre asumiendo que los palillos son mejores que los cubiertos, cuando la clave está en aceptar que en asuntos como el que estoy narrando Asia nos saca siete cabezas de ventaja. 

 

O piénsenlo de otro modo: entrar a casa ajena calzado sería el equivalente, si la visita fuera sobre todo de índole sexual/amatorio, a hacerlo con dos venéreas sin tratar y cierto hedor inguinal. O eso, o vayan chupando por las calles las aceras para que, de una vez por todas, se den cuenta de que por mucho que a veces brillen –un saludo desde aquí a los servicios municipales de limpieza–, en las baldosas de tu barrio no se pueden comer sopas. Siquiera con hondas. Y por eso ahí mismo el gato orina y el perro defeca, cuando a veces es el propio humano el que homenajea a ambas mascotas accionado las dos salidas fisiológicas, como realizan sus mascotas favoritas, siempre vacunadas y bautizadas. 


(Publicado en El Imparcial el 23/01/24)

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