Homenaje casi completo a Fernando Sánchez Dragó


En mis buenos años con Fernando, que fueron no pocos, recibí tanto anecdotario que a veces, a modo de broma, le advertía que si seguía contándome cosas acabaría escribiendo, además de su obituario, su biografía. Él se reía. Porque le gustaba lo que le decía, ya que a todos los que escribimos nos place que alrededor nuestra nos jaleen e idolatren. Porque a mí cuando me muera, ¿quién cojones escribirá sobre mí? De hecho, cuando vi parte de su funeral en Castilfrío de la Sierra, con todas aquellas ex llorando, y además de verdad, me di cuenta de su absoluta superioridad incluso después de muerto.

 

Pero tras el halago llega la anécdota. Porque como decía antes, fueron tantas... Aquella vez me contó lo de Etiopía, que según me cuentan amigos y conocidos, debió ser vox populi general. Pero bueno, yo contaré lo que recuerdo. Me dijo Fernando que ascendía una colina en no sé cuál lugar de Etiopía; que estaba con su familia, nietos incluidos, y que de pronto un perro rabioso –esto no sé por qué lo detectó de primeras– le mordió en la pierna. 

 

Acongojado y acojonado, Fernando salió corriendo a buscar la pócima, en forma de vacuna, que entre su lejanía del mundo real y el estrés que se le generaba, aquello no parecía fácil de superar a las primeras de cambio. Pero todo lo que va mal puede ir incluso peor, porque cuando llegó a Adís Abeba supo, por parte del embajador español de la época –qué bien se rodean los famosos; a mí el cónsul de Bangkok, Iñaki, y su timorato ayudante, Vicentín, me ningunean desde que regresé al sudeste asiático–, que no existía vacuna alguna en suelo español y que la única existente estaba bajo custodia en la sede diplomática de los Estados Unidos, sólo para casos de extrema necesidad, donde por supuesto, los extranjeros quedaban exentos. Como Dragó sabía dónde pisaba, consiguió que el embajador patrio convenciera a su homónimo norteamericano para que se le inyectara aquella dosis, que según me dijo, le salvó la vida, cuando debemos tener en cuenta lo siguiente. Primero: que Dragó dijo que aquel perro estaba infectado de la rabia pero que aunque fuera posible nunca se supo a ciencia cierta; segundo: que con ese bocado uno no queda infectado al 100%, aunque el perro fuera rabioso, como yo he follado a pelo con señoras demasiado demacradas durante años y no tengo VIH; y tercero: que ya es casualidad, no que Fernando tenga amigos diplomáticos, sino que entre ellos se guarden la única vacuna en la existencia de los millón y pico de kilómetros cuadrados que dan vida a Etiopía y sus decenas de millones de habitantes. 

 

Exagerado o no, le ocurrió algo que, según él, le pudo haber costado su vida, porque si no te pinchas antes de las 24 horas la rabia le habría penetrado en su cuerpo como el chándal en los habitantes de los del extrarradio. Y ahora entro yo en escena, claro está. 


Ayer por la noche caminaba con una bolsa repleta de yogures, algo de fruta y una botella de agua mineral. Recalco lo de mineral porque en casi todo el planeta el agua embotellada, aunque sea potable a duras penas, no es mineral. Y bueno, que serían las diez de la noche en la tranquila Thakhek, cuarta ciudad por número de habitantes en Laos. Y sí, que me he hecho mayor: ya no transito las madrugadas con vino, cialis y botella de Yamazaki 12 años. Pero todo bien. Hasta que Tobi –le tuve que bautizar– se me acercó con confianza –llevo décadas dando de comer a perros y gatos callejeros y a todos les hablo en nuestra lengua franca perruna-felino-humana creada por mí– cuando, creyéndose que en la bolsa debía haber algo más interesante que lo recientemente recitado, se aproximó tanto que en un abrir y cerrar de ojos yo le ponía la pierna para que evitara romper la bolsa cuando él me la mordía, pero sin profundizar, en lo que viene siendo mi gemelo derecho. A los tres segundos grité, y no por el dolor, sino por la que se me venía encima: ¡Hijo de perra –que para nada era un insulto–, me has mordido!, le comenté a grito pelado. 

 

Era de noche, recalco. Y en Laos; no en Alemania. Por lo que al no haber farolas tuve que esperar a que alguno de esos negocios que venden teléfonos móviles hasta altas horas, organizando una contaminación lumínica deplorable, se quedara a mi costado para corroborar que me había mordido muy levemente; pero que incluso en aquella levedad, allí se palpaba algo de sangre, escasísima, pero a fin de cuentas tejido enrojecido y viscoso. Antes de irme traté de amagarle. Al perro. Pero salió corriendo. Y ahí fue cuando le bauticé como Tobi. Toby Hijo de Perra. Lo cual era del todo cierto. 

 

A la mañana siguiente –porque yo cuando estoy cerca de ser infectado por la rabia me abro una cerveza, me meto en la cama embutido en la manta, me pongo a leer a Ganivet y me echo a dormir ocho horas; máxima tranquilidad–, me volví a ver la herida, minúscula, analicé dónde estaba, en Laos, o sea, para nada en California, donde los perros no es que estén vacunados contra la rabia, sino que hasta llevan bufanda y mascarilla cuando bastantes apestan a colonia, y me puse manos a la obra para dirigirme al hospital más cercano, que en realidad, era el único de la zona.

 

Al llegar, un milagro. Milagro que ni barruntó Dragó en su problema canino-etíope: una muchacha de 20 años que aparentaba 12 se hizo con los mandos de la situación ayudándome a penetrar en aquel hospital y salvar los numerosos obstáculos hasta que me pudieron pinchar la primera dosis. Que aquí hasta pongo en duda la anécdota de Fernando: porque son tres dosis en una semana. Tras meterte la primera, al cuarto día la segunda, cuando al séptimo se cierra el círculo con la tercera. 

 

Y eso. Que Hong Thong me ayudó. Fueron, sin exagerar, siete movimientos, si no nueve. Registrarme, pagar, visitar al doctor que me dijo hay que vacunarse, pasar por otra ventanilla y vuelta a pagar, salir del hospital a la farmacia más cercana a por la primera dosis y abonarla, regresar al hospital y preguntar dónde pinchan, cuando finalmente me llevaron a urgencias para administrarme la primera dosis, para luego regresar a la ventanilla a que me dieran una especie de cartilla donde se me advertía de mi buena nueva: las fechas siguientes donde debería regresar a que me pincharan. Como agradecimiento, invité a Hong Thong a desayunar, estudiante de enfermería –y de la vida, diría yo– que al rato me pidió el WhatsApp, demostrándose que las enfermedades infecciosas son menos interesantes que los pasaportes. 

 

En Occidente, y barrunto que más que nada en España, jamás se dice lo que ocurre en el resto del mundo que nos mejora, ya sea el defecto visto en la China que dicen es la segunda potencia mundial, en la risueña Tailandia con sus playas de arena blanca y su excelente comida callejera, o en la sagrada Bali, repleta de templos, flores y frondosa jungla. Porque en todos esos lugares –y en tantos que no sigo diciendo por no acorralar esta columna en una especie de estadística– antes de ser atendido, incluso en urgencias y con tres ictus a la vez, tienes que pagar tú o la persona que te acompaña si deseas ser curado. Y en Laos, donde el sueldo medio de una cajera de supermercado, recepcionista de hotel o camarera es de cien dólares, cada pinchazo de la antirrábica cuesta unos treinta, sumando los cinco que pagas al registrarte y los otros cinco para que la practicante te lo inyecte. A mí, que ando en la ruina, me dejó más tocado pagar –y las que me quedan– que la leve mordedura canina. Pero imagínense a un laosiano padre de familia numerosa, que es lo habitual. Y claro, tuve que preguntar. A diestra y siniestra. ¿Y quieren saber lo que averigüé de sus bocas? Pues que nadie quita el pan a sus hijos para vacunarse de la rabia. Y que si llevan tres o cuatro pinchazos de la COVID es por el miedo inoculado a presión por cada gobierno de este planeta, por la obligación de hacerlo so pena de ser tildado de nazi, y esencialmente, porque es gratis. Y si no, pónganle precio a la vacuna contra el COVID. Porque esa vacuna que ya forma parte de nuestras vidas es como el fútbol femenino: si hubiera que pagar no existirían las estadísticas para no humillar. Para no morirse de la risa. 

 

Aunque para risa la de Dragó, que seguro no pagó un puto duro por la única dosis que quedaba en un país entero. Por eso siempre le admiré: por su continuo éxito.


(Publicada en El Imparcial el 4 de enero de 2024)

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