La decadencia de Occidente


Uno de los motivos de orgullo, para el que le guste ese tipo de placeres artificiales, es visitar Asia siendo occidental. Muchos hablan de culturas diferentes, a veces milenarias, y aunque en parte sea cierto, hoy en día Oriente es perfecto espejo de Occidente. Baste observar el tipo de viviendas que se construyen, los rascacielos que se levantan, las urbanizaciones cerradas a cal y canto con viviendas unifamiliares con piscina –aunque en este continente sepan nadar tres–, los centros comerciales… Podría continuar hasta aburrirles, pero las construcciones locales que un día ensalzaron a, por ejemplo, Pekín (qué dignos y familiares aquellos hutong), han desaparecido tras la invasión cultural occidental. Y no sólo eso, porque yo llegué a Asia por primera vez en 2007, concretamente a la capital china, y lo primero que me pregunté fue que cómo era posible que la inmensa mayoría de su población local vistiera con vaqueros, camisas, a veces corbatas y tantas veces zapatillas nike, cuando en sus camisetas veraniegas las leyendas que mostraban eran todas en inglés, de frases mejorables. 

 La solución a esta conquista tiene que sustentarse en el poder de una civilización sobre la otra o el resto de ellas. Desde Grecia a Roma, pasando por los siglos donde muchas respuestas te las daba Dios –el mundo giraba absolutamente en torno al cristianismo–; que hasta el calendario mundial se organizó en referencia al nacimiento de Jesús. Ya en tiempos más cercanos, aquellos que controlaron a la población mundial por obra y gracia de excelentes filmes hollywoodienses, o por algunas eternas finales de Mundiales con prórrogas y penaltis, además de por descorchar y beber tintos elegantes además de espumosos franceses, supieron, directa o indirectamente, qué había que hacer con el resto de una población mundial necesitada de avances, de héroes, de realidades televisadas de ojos verdes y melena rubia. Y sí, Oriente al unísono lleva muchas generaciones chupando de la teta propagandística occidental. Y se siente bien. O, mejor dicho: se siente mejor que antes. Por eso todos quieren ser blancos, altos y tener (ellas, sólo aún) las tetas grandes. Aparentar, se llama. 

 

Pero de un tiempo a esta parte Occidente ha cortocircuitado con nuevas formas de entender el mundo que, si a duras penas encuentran seguidores entre su propia población, imagínense en un continente famoso por su pragmatismo y dinamismo. Vayamos al grano. Estados Unidos, Europa y Canadá, con la ayuda de las herejes Taiwán, y sobre todo, Japón, han perpetrado otra manera de mirar al mundo basada en el cuidado del planeta, el animalismo, el ser vegetariano o vegano, la inmigración ilegal que se legaliza, los derechos de los más débiles, el ataque frontal al hombre por cuenta de la igualdad, la subvención para el cambio de sexo, el conceder pagas universales a ciudadanos que no trabajan, y el transformar los ejércitos en oenegés, donde se disparan capullos de rosas ante la atenta mirada del contrario, engrandecido. Y créanme, es posible que buena parte de lo dicho anteriormente sea decente, y a veces, hasta necesario. Pero, ¿creen acaso que esas premisas deberían ser la base actual del mundo occidental? Y me dejo atrás la defensa a ultranza del sistema democrático, hecho pedazos en, por ejemplo, nuestra vieja Europa, cada día más dictatorial. Y podría seguir hasta el infinito, progre o facha. Elijan ustedes. 

 

Decía que Oriente se emociona no teniendo que decir en público que son occidentales, sino mostrándose ante los mismos como nosotros, siempre en silencio, tantas veces con las lentillas de ojos verdes, pero siempre sonriendo ante tamaño ataque de superioridad. Quieren jeans, parecerse a Robert Redford o a Richard Gere, disfrutar de la temporada regular de la NBA desde un sofá del Ikea, cocinar con aceite de oliva virgen extra, comprar en Zara y colgar sus compras en Instagram… Pero lo que no desean, y eso está clarísimo, es perder el tiempo con lo del cambio climático. Baste recordar que China sigue siendo el país que más gases de efecto invernadero genera –y cada año subiendo en porcentaje a nivel mundial–, que India está cerca de alcanzar a los Estados Unidos ensuciando lo que respiramos, y que la contaminación ya es un problema hasta en Bangkok, donde ahora mismo me encuentro escribiendo –señal de que todo, por estas lindes, va a peor–. Y a todo esto, sumemos que en Bali las playas y ríos están anegados de bolsas de plástico y otros restos sorprendentemente humanos. Aunque los que por allí veraneamos hagamos la vista gorda, clarificados ante la farsa de contar lo contrario a lo visto. 

 

Por eso quería aclararles que los orientales prefieren trabajar duro, tener éxito, comprarse su primer apartamento y coche –por supuesto no eléctrico–, que ver sus cielos límpidos. Es así de rotunda esta parte del mundo, que jamás puso atención en el agujero de la capa de ozono, del que ya nadie habla ni en Bruselas, y mucho menos alguien se preocupa sobre la supuesta subida del nivel del mar, por la que algunos llevamos años esperando explicaciones de sus agoreros, hoy escondidos en mansiones mastodónticas a siete metros de la playa. 

 

A su vez, en esta parte del planeta, que sigue creciendo, económica y humanamente de manera basta, los presupuestos para sus ejércitos ascienden anualmente hasta niveles que, en la aún blanca Europa, consideraríamos prebélicos; porque la gente que no trabaja no tiene posibilidad alguna de cobrar dinero. Y hay más. Aunque exista gente en este continente que se pasó al veganismo, siguen siendo porcentajes ínfimos en comparación con sus poblaciones. Porque en Asia no se lucha por la igualdad ya que nadie cree que no exista, e incluso, al menos en Tailandia, hace décadas que nos sacan ventajas insalvables, donde un hombre puede ser mujer, y viceversa, sin que nadie deba manifestarse o crear un ministerio ad hoc con fondos públicos. 

 

China, país que ve crecer su economía desde hace décadas de manera gigantesca, sabe que para no frenar su avance y conquista mundial no debe detenerse en banalidades tales como aceptar un sistema de partidos, por lo tanto, de votaciones cada cuatro años, como tampoco permitir a los homosexuales unirse en matrimonio, o fabricar carne sintética si aún hay vacas. Sé que suena muy bestia, pero si no lo digo, hay gente que no va a saber la verdad que ocurre lejos de sus pueblos y ciudades, que por supuesto hace tiempo que dejaron de ser el culo del mundo si es que alguna vez lo fueron. O, dicho de otro modo: antes existirá disidencia política en Europa a democracia en China. Y sigo: mucho antes en Occidente las mascotas tendrán DNI que en las dos coreas y parte de China dejarán de vender perro en sus menús. 

 

Nietzsche ya avisó del último hombre, aquel que verá –y dejará– caer la civilización occidental. Y en esas estamos. Luchando con todas nuestras fuerzas en una caída libre imparable. Y los americanos, mucho más listos que nosotros, juegan al doble juego manteniendo el pulso a Oriente, mientras nuestro PIB baja y la inflación y paro suben, habiéndonos convertidos en el sonajero americano. 

 

Todos esos supuestos nuevos valores que Asia se niega a copiarnos, cuando siempre le ha encantado parecerse a nosotros, siguen siendo algunos más, en cantidad, que los que África nos compra. Porque cuando en el continente negro un homosexual sea respetado, Europa será el pueblo esclavo en este mundo pendular. Y, además, comerá perro, porque no habrá otro tipo de carne. 

 

Y créanme: siempre que sus edades estén cerca de la vejez habrán salido airosos. Porque el problema real viene para los que aún están preparando la comunión. Alianza de Civilizaciones 0–Realidad CF 2. 


(Publicado en El Imparcial el 08/02/24)



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