Mediocridad

 

De un tiempo a esta parte, y de manera imparable, el mundo de la cultura se mueve por los términos de la mediocridad. Que me publiquen a mí, con el que ya está en fase de impresión serán catorce libros, viene a corroborarlo. Pero quiero insistir: no se lee lo que no se entiende, ni se trata de hacerlo, cuando en la tele, si es que alguna vez emitió algo que tuviera que ver con la cultura, hoy es todo lo contrario. Y la razón –e insisto– hay que buscarla en la dictadura de la mayoría, que no de los mejores, que pone en tela de juicio la ya sobadísima democracia. 

 

La excelencia y el mérito, como ya sabemos casi todos –el resto no quiere darse cuenta–, han sido erradicadas de la vida cotidiana y ya no digamos de los estudios. Hay normas de cumplimiento obligatorio que obligan al centro educativo, sea cual sea, no a mejorar sino a aprobar a los que no saben de la misa la mitad. El trauma se ha extirpado del pensamiento común, no fuera a ser que de verdad lo adquiriera y el estado tuviera que condecorarle con una baja médica hasta la muerte además de con 3.000 euros mensuales y una indemnización de 450.000, para que el trauma lo tengamos el resto.

 

Sin embargo, nadie atiende al empollón, al que siempre hemos vejado y dado de hostias. Y si se le tomara en cuenta no es más que para ralentizarle; para recordarle lo equivocado que está por acaparar tanto conocimiento y querer seguir aprendiendo. Racismo, lo llaman algunos. Porque racista es aquel que aprovechándose de sus mayores virtudes –y capacidad de esfuerzo– pone en tela de juicio la estabilidad mental del que prefiere dedicar su vida a las redes sociales. Que así corre este siglo XXI. 

 

Decía que la democracia ha destruido el mundo de la cultura, de la perfección, de la creatividad, del arte, del esfuerzo denodado. Sólo tienen que ver el cine que se subvenciona así como los libros que se benefician de la mayoría de reseñas escritos por autores –y autoras– que justamente por su plana capacidad de creación suelen ser las estrellas de los carteles de los novedosos festivales literarios, siempre auspiciados por las varias tetas del estado, surtidoras de tanto dinero como tapabocas. Hoy la democracia invalida al mérito, desoyendo al mejor y aupando al mediocre, por lo que la cultura mayoritaria que vemos, escuchamos y leemos no es más que pura mediocridad. Si Nietzsche viviera hoy sería barrendero. 

 

Y en serio, cada vez queda menos para que al inteligente lo incrusten en un centro de educación especial, separado del resto, reeducándose. Por perverso. 


(Publicado en El Imparcial el 18/02/24)

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