Aunque la eterna, y no precisamente menguante, progresía occidental se empeñe en lo contrario, tergiversando realidades e igualándonos a todos por abajo, la gente asiática nativa no lee. Suena a generalización absoluta, pero les aseguro que es tal como se lo cuento. Japón sí; algo en Taiwán como en Corea del Sur… Lo que sí que está claro es que, en el sudeste asiático, y ahí sí, no lee ni Dios. Vietnam, Laos, Indonesia, Tailandia, Camboya… son páramos literarios. De hecho, encontrar una librería es equivalente en dificultad, no a encontrar la aguja en el pajar, sino el grano de arena diferenciador en el inmenso desierto del Gobi.
Pero ayer noche, tras una cena copiosa en platillos locales y bien regada con tintos tanto de la Ribera del Duero como de Sudáfrica, regresé en transporte público a mi hogar eventual de Bangkok a lomos del moderno Skytrain, un monorraíl que te transporta por encima de las carreteras, para que los que pagamos un euro nos sintamos más importantes que los conductores que agonizan en el imperativo colapso por culpa del eterno tráfico.
Suelo consumir ese tipo de medio de transporte porque el metro y su actuar subterráneo me generan claustrofobia. Y podría contarles muchas cosas, anécdotas, sobre los viajes en medios de transporte públicos siameses. Primero, que en Tailandia la gente respeta al prójimo, y que en esos vagones tantas veces atestados nadie, absolutamente nadie, no ya eleva el tono de voz, sino siquiera abre la boca. A sumar que, aunque todos estén pendientes de la pantallita del móvil, a nadie se le olvida desconectar el volumen o utilizar los auriculares. En general, el pasaje viste bien, incluso ellas, muy bien, cuando todos sabemos que cualquier lugar público viene siendo, en estos tiempos que corren, y no sólo por el sudeste asiático, el mayor escaparate del mundo.
En estas vacaciones lunares chinas se observa a bastante mandarín –uigures y tibetanos, ninguno, ya es curioso–, así como el hombre de negocios, trajeado, sale poco en la imagen, porque por estos lares tener éxito –o sea, ganar más dinero del habitual– conlleva la obligación de obviar el transporte público y acercarse al coche deportivo último grito: otra forma aún más sugerente de llamar la atención en el continuo escaparte de la vida. También hay chicos uniformados que van y vienen del colegio cuando incluso hay señores mal vestidos y con andares extraños, blancos y de metro noventa, que cuando toman asiento, y más si entraron al convoy sudados por la violencia tropical tailandesa, leen a sus anchas ya que nadie osa acercase a ellos. Y me refiero a mí.
Pero ayer noche, tras esa fabulosa cena –por cierto, con la gran escritora y mejor persona Asunta López Lledó–, me recogí a lomos de semejante hazaña de la tecnología. Y allí, cerca de la medianoche, pude tomar asiento para continuar leyendo Diario de un payaso, de Stelios Karayanis, cuando a mi lado –no sudaba– un joven local ¡también leía un libro! Y les aseguro que no parecía de autoayuda. Tampoco uno de recetas de cocina vegana. Era un puto libro, al fin. Alguien que leía. Alguien fuera del sistema.
Y a partir de ahí me puse a contar: en el vagón donde yo y mi compañero de asiento leíamos éramos algo más de cincuenta personas de las que: dos, como decía, estábamos enganchados a un libro, cuarenta y dos miraban su móvil y lo manipulaban, ocho dormían, y una ¡no hacía nada! Sólo miraba al limbo, que en el fondo es otra manera de alejarte del sistema salvo que te hayas quedado sin batería en el móvil.
Elegí para transcribir esta auditoria sui generis la única vez que en toda mi vida tailandesa me he topado con alguien leyendo un libro en el metro. El mundo está perdido, no por el supuesto cambio climático sino por su población empobrecida mentalmente, que irá a peor, a mucho peor, si nos atenemos a los continuos avances de la tecnología, que supuestamente aún en pañales nos tienen enganchados durante once horas al puto móvil.
Por lo que átense los machos para lo que vendrá después. Que esto no va de junglas desertizadas ni de nieve en Argelia. Esto sólo va de humanos deshumanizados. De gente que no piensa, que sólo repite lo que le emiten en la dichosa pantallita, cuando aún se pelean con el vecino creyendo llevar la razón, osados porque su camisa de marca es mejor que la del contrario.
(Publicado en El Imparcial el 26/04/23)

No comments:
Post a Comment