Extraño concepto el de la libertad, que ha ido achicándose con el paso de las épocas. Desde antes del cristianismo ya era meta a conseguir, y con la religión volvió a modificarse su voluntad inicial. Los estoicos decían que la libertad tenía que ver con una autonomía interna de quien perseguía el dominio de las pasiones y la racionalidad. Siglos después, en plena Edad Media, se volvió a Aristóteles y su libertad interior aderezada con el libre albedrío. Kant, muy probablemente, fue el primero que sostuvo que la libertad era pura utopía, salvando a la libertad de pensamiento. Pero el siglo pasado llegaron marxismo y democracias para cavar dentro de la gran fantasía que se alarga hasta nuestros días: la libertad como un derecho, que más o menos es como no decir absolutamente nada. Papel mojado. Noche de Reyes.
Filosóficamente, que es lo que me interesa –otra forma de buscar la libertad: alejarte de las políticas diarias y sus blandengues demostraciones democráticas mechadas de esclavismo adornado–, existen dos tipos de libertad: la sociológica, o la que dice la ONU con los manidos derechos y libertades del ciudadano; y la libertad de la voluntad, que engloba a la libertad psicológica y a la libertad moral, que tiene que ver, en general, con la libertad de elección, alejándote de los canones oficiales y/o mayoritarios. O, en resumidas cuentas, saliéndote del pentagrama para sonar como tú quieras.
Como decía, en nuestra época la libertad no existe. En absoluto. Porque lo que con la boca llena de libertad dicen que existe no es más que una mentira. A las radios así como a los partidos políticos se les llaman libertad como en los panfletos políticos se trata de repetir una y otra vez la palabra –la sinonimia, en este caso, jamás es utilizada– para que el concepto no alcanzable cale entre la sociedad moderna, globalizada, ganado a fin de cuentas. Pero ganado, rebaño, que accede a modernidades tecnológicas, centros comerciales y viajes anuales a paraísos lejanos urbanizados de manera similar a sus barrios: el sueño del esclavo en traje del Zara.
Debe quedar claro que si tienes familia, hipoteca y trabajo de forma habitual no puedes llegar a ser libre. Otra cosa es que siquiera te lo plantees. Pero no, no desecho al matrimonio y los hijos, así como al esfuerzo por realizar proyectos remunerados y el avanzar en acaparar posesiones con valores al alza. Para nada. Sólo digo que esas metas, tan previsibles y repetidas a diario y en cada esquina del ancho mundo, son otra cosa, pero nunca un ejercicio asociado a la libertad.
Por eso, y sólo por eso, quería contarles que tras prácticamente medio siglo de vida a punto de ser cumplidos, me he topado con lo más cercano que jamás he sentido y que tiene que ver con la utópica libertad: la única y real, porque la verdadera no existe; aquella que no te cuentan en los telediarios ni mucho menos en los colegios: salir de casa y regresar 90 días después. Salir de casa sin un destino claro. Decidir por dónde cabalgo, dónde pazco, cuándo decido salir de mi última morada y con destino a dónde. No les hablo de viajar. Ni de hacerme selfies o visitar palacios y templos vestido con el traje tradicional. Les hablo de tomar decisiones en base a la nada alejándome por completo del circular diario, fuera de toda nómina, reunión de trabajo y/o hasta subvención por no dar ni chapa. Les hablo de optar, hablando claro y mal, por lo que me salía de los huevos. Sin mirar el pronóstico del tiempo, cómo estaba el cambio de la divisa, sin reserva de hotel o pensión, con la única meta de encontrarme a mí mismo. Y sigo si me encontré.
Han sido noventa días gloriosos, llenos de incertidumbre y problemas varios, pero gloriosos por haber estado yo sólo conmigo mismo, con mis errores y decisiones, sin saber bien a las claras si al calcular mal podría haber acabado mendigando en un soi de Bangkok o incluso atracando un banco laosiano. Si no fuera por las obligaciones del capitalismo, que la práctica totalidad de la población mundial abraza sin rechistar –y hasta algunos besando a la vez la bandera de la ¿libertad?–, habría seguido cabalgando, de manera quijotesca, al menos otros noventa días. Pero me fue completamente imposible.
Mis cercanos me preguntaron si escribí mucho o leí a destajo. Y para nada: escribí poquísimo y prácticamente ni leí. Pero estuve conmigo mismo, repito. Recluido en mi interior. Pensando. Pensando hasta la extenuación. Como nunca en la vida. Y claro, estaba conectado por el móvil a mi pareja, a mi familia y a mis amigos. Ya les dije que la libertad absoluta es utópica; imposible. Una mentira más de los odiosos tiempos democráticos que padecemos, según los cuentan alardeando los que manejan los hilos y los que manejados viven excitados.
Llevo nueve días para entender que mi vuelta ha sido un sacrilegio a mí mismo. Un atentado donde casi pierdo el bazo y un riñón. Toparme con la vuelta a la vida aparentemente normal cuando caminaste por otra dimensión es duro, durísimo. Debe también quedar claro que en pareja la libertad es aún más imposible. Y en esas estoy, adaptándome. Tratando de buscar la manera de ganar dinero trabajando poco o nada. Escribiendo de nuevo. Y leyendo, otra vez, a destajo. Y, sobre todo, y cada vez que tengo media hora a solas, recordando lo que hasta hace nada fui: el verdadero prototipo de la libertad. Porque como decía Hegel, el derecho a la libertad está fundado en la libertad misma. O en palabras de Nietzsche, sólo podemos soñarnos libres, pero no volvernos libres. Por lo que, querido ciudadano: deje de pedir libertad y ejecútela. Porque la libertad, o algo parecido, sólo está en uno mismo.
(Publicado en El Imparcial el 07/03/24)

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