Pyongyang

 

La situación literaria en España echa espumarajos por la boca. No sabemos si es por culpa de una gastroenteritis mal curada, o simplemente, por lo que parece cada vez más claro: nos ha abducido un ente extraño. De lo que sí que estoy completamente seguro es que sólo un profundo exorcismo podrá sacarnos de esto que, sin duda alguna, es el peor momento habido en el mundo de la literatura en España, que no de la literatura española, como debe quedar claro que tampoco existe el género literatura de mujeres, así como las literaturas vascas, catalanas o extremeñas. Tampoco la de travestis, dragqueens o no-binarios, ya les voy adelantando.  

 

El nacimiento de la queja que ahora mismo leen tiene que ver con un libro titulado Los escorpiones, recientemente publicado por Lumen, que lleva la firma de Sandra Barquinero. Yo llegué al conocimiento del mismo por la columna de Alberto Olmos en su blog Mala fama que llevaba por título 800 páginas: la hazaña fallida de Sandra Barquinero. Y de pronto, tras su lectura, que explicaba de manera pormenorizada que la obra es una puta mierda –salvo en 90 páginas, (Olmos dixit)–, una horda de reseñistas profesionales y sus acólitos decidieron abrir varios frentes en las redes sociales para lamer las heridas generadas por la supuestamente abrupta manera de Olmos de contarnos los libros que lee. Ahí descubrí que la antípoda del columnista segoviano es Nadal Suau, que hasta hace nada nos contaba novedades editoriales en El Cultural y que ahora, tras su reciente fichaje, lo hace en Babelia. Finalmente me enteré que el iniciático amor a propulsión por las ochocientas páginas de la novela, que algunos igualan en prosa a Proust o a Foster Wallace, fue obra de Juan Marqués, reseñista en The Objective. 

 

Todo iba más o menos mal –deberían pasarse por este tipo de debates en las redes donde casi todos dicen lo mismo y, además, creen llevar la razón–, cuando hoy me he topado con la granada de mano apuntando hacia mi jeto. Pues Nadal Suau, contestando a alguno de sus acólitos, decía lo siguiente. Cito textual: “Yo tengo la sensación de que lo que escriben las mujeres ahora mismo no solo es tan universal como la masculino, sino que, de hecho, lo es más. Los hombres estamos metidos en unos callejones difíciles de atravesar, y lo llevamos a medias, creo. Y luego, que las cosas caen por su peso estadístico: en la genz(¿?), si quitaras a las mujeres y a las personas que de un modo u otro pueden adscribirse a la etiqueta lgtbi (sabiendo que esa etiqueta no es lo único que las define, entiéndeme), el panorama quedaría reducido a muy pero que muy pocos nombres. Y es verdad que el mercado tiene un interés en buscar a mujeres jóvenes por si dan el campanazo, pero eso ocurre porque existe un interés mucho más relevante: el de las lectoras. Encima, autoras y lectoras tejen vínculos y complicidades mucho más interesantes entre sí de lo que nosotros estamos acostumbrados (“nosotros”: nuestra generación, no solo los hombres)”. 

 

Llevo diecisiete años lejos de España, a la que sólo acudo algunos días al año para visitar a mis padres y por las presentaciones deficitarias de mis libros. Quiero decir con esto, que desconocía que la literatura escrita por mujeres y miembros legales de la comunidad lgtbi es la chachi piruli, y que mis libros, entre otros muchos, son putas mierdas ancladas en el pasado heteropatriarcal más rancio. O como metáfora nadalsuaunesca: ando bloqueado en ese callejón hombruno difícil de atravesar, e imagino, donde la respiración se hace insoportable por el hedor a axila sin lavar que se percibe mucho más cuando andas con el brazo derecho erguido continuamente. En serio. Todo esto es la hostia. Sobre todo, porque tanto Nadal Suau como Marqués, a los que imagino en mi mismo callejón, sí pueden darnos lecciones a modo de reseñas de lo que sí debemos leer. Simplemente acojonante. Porque por la misma regla de tres, ¿no deberían mujeres jóvenes y miembros del colectivo lgtbi escribir las reseñas en Babelia, El Cultural y The Objective?

 

No voy a decepcionarles con la misma pose que ellos gastan, que no es más que la calumnia envuelta en papel de regalo por el trozo de poder, pero espero, como agua de mayo, que mi próxima novela que verá la luz el próximo mes, Avenida, la reseñen si no ambos, sí al menos uno de los dos reseñistas autorizados, que además también ejercen de escritores. Que todos sabemos que de los libros sólo viven Pérez Reverte y dos más. Pero creo que ese artículo despiezando mi novela no será posible. Y no sólo por la previsible mala calidad de mi prosa o por mis maneras supuestamente violentas de tratar ciertos asuntos, o porque en realidad, los que organizan estás campañas de lanzamiento y administran sobredosis de placer inusitado a los que escriben sobre libros, descartan mi lanzamiento como objetivo prioritario. Qué va. Porque todo esto tiene que ver con que ni mi editorial es potente –aunque edite mejor que Lumen, currándose unas portadas asombrosas e imprimiendo en papel de mucha calidad, con resultados infinitamente mejores y a precios hasta más bajos– ni yo pertenezco al gremio de la nueva caspa infantiloide, o sea, al conjunto de personas que escriben libros que están, todos, bajo el mismo paraguas insoportable de los nuevos tiempos mediocres. O, dicho de otro modo: yo no caso, ni paso por el aro, con estos nuevos tiempos que en un futuro cercano se tildarán de irrisorios si hablamos de calidad, donde si nací varón y no cambié de género llevo las de perder, y si fuera todo lo contrario, las de ganar. Sexar libros. Año 2024. Y queríamos creer en visitas extraterrestres. 

 

De todas formas, hay que reconocer, y además en pleno siglo XXI, que las reseñas en suplementos o revistas literarias sirven para poco, salvo para que los egos del autor y el editor se engrandezcan. Que hoy son las redes sociales las que marcan el número de ventas y no el estudio profundo de una obra por parte de un supuesto especialista. Y lo más importante: llevo ya demasiado tiempo observando, sin que a nadie se le caiga la cara de vergüenza que, entre columnistas y escritores, se van haciendo favores en forma de reseñas que apestan a corrupción: hoy escribo yo la de tu libro, y quedo a la espera de que luego seas tú el que hagas lo mismo con mi antología de columnas. A sumar que hoy día, y salvo en el que caso de Olmos y alguno más, sólo se escribe bien de los libros y sus autores y nunca de los defectos de al menos sus obras. Porque estos son los tiempos que vivimos, aquellos en donde ser directo y sincero podría llevarte a un juzgado de primera instancia. Algo así como siendo profesor en un colegio de primaria, informarle al que no estudia o es incapaz incluso estudiando que está aprobado. ¿Les suena de algo?

 

Yo a Nadal Suau –y a Juan Marqués, por extensión–, les conminaría a hacer como yo hacía cuando me dedicaba al mundo del vino: me obligaba a bebérmelos sin mirar la etiqueta, la cual tapaba con papel de aluminio; catar a ciegas. Porque sólo así uno es capaz de decir la verdad. ¿O es que alguien se cree que si Nadal Suau se hubiera leído las 800 páginas de Los escorpiones sin saber nada de su autora y editorial habría hablado en los mismos términos de la obra? Qué de sorpresas nos llevaríamos si los libros no tuvieran tapa, si todos se imprimieran en el mismo formato y color, sin firma ni editorial. Como si estuviéramos en Pyongyang, pero con acceso a las redes sociales para crear foros de opinión muy, pero que muy, norcoreanos. 


(Publicada en El Imparcial el 10/03/24)

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