Esas –cincuenta y siete– son las veces que un ser humano mira el móvil a lo largo del día sin que esté esperando, como poco, una llamada esencial, a vida o muerte, o sin que piense que la pareja lo va a dejar por el vecino o sin que medie un tsunami recién mostrado en las televisiones que podría rozar su barrio, o quedara atrapado durante unas vacaciones tras un golpe de Estado donde los altos cargos militares más voluminosos del país, elegido por ser el más sonriente, festejaban el asalto comiendo de pie, aunque siempre con un ojo puesto en el dichoso teléfono móvil cuando no en el banco.
Debo reconocer que en algún momento de mi estudio cuasi científico no conté otros momentos que no vigilaba el móvil pero que lo habría hecho si no estuviera contabilizando esas acciones, por lo que en realidad no sé si fueron 57 o habrían sido 72, quién sabe si 103, ¿a lo mejor 208?. Lo que sí sé es que fueron muchas, y que en todas ellas nunca observé que lo que llegaba a leer en la pantalla, avisos de mensajes entrantes, publicidad de una red social o informaciones sobre videos recién subidos a la red por gentes a las que yo seguía, tuvieran repercusión alguna en mi quehacer diario. Si acaso una vez sí que me sentí realizado al comprobar que uno de los mensajes recibidos era la confirmación de un ingreso en mi cuenta que llevaba semanas esperando. Pero claro: habría sentido el mismo placer habiéndolo comprobado más tarde, además de que la cuantía, habría sido exactamente la misma.
Los que controlan el mundo, que somos nosotros mismos pero con cargo, dinero público y asesores, tantas veces familiares, nos ocultaron los desprestigios de las nuevas tecnologías para embadurnarnos sólo de lo positivo: que si la cámara del móvil filma mejor que la que utilizó Almodóvar rodando Todo sobre mi madre, que si la velocidad de acceso a internet es cuatro veces mayor de la que utilizábamos el pasado año, y que si ahora perdiéramos el dispositivo –eufemismo de que nos lo han robado– podríamos recuperar toda la información, incluidas las fotos con el niño en la comunión y los mensajes de texto con la mujer desde que comenzó el noviazgo, en un abrir y cerrar de ojos.
Lo que tampoco nadie nos contó es que, aunque utilizar incesantemente el móvil conlleve menos peligro de muerte que engancharse a la heroína, no tiene sentido, desde el punto de vista humano, el estar continuamente con el aparatito, no ya en los bolsillos, sino entre las manos, con las yemas de los índices, que hasta hace poco sólo se utilizaban para cierto sexo con fines satisfactorios, convertida en motivo evidente de sobreexplotación. Aunque también los hay que salen de casa con dos baterías y un cargador, como si fueran a la guerra, cuando en realidad van a tomar café al puto Starbucks. Pero lo esencial, lo denunciable, es que casi a la par de cuánto parpadeamos, estamos vigilando el teléfono, esperando ese maná que no llega nunca, pero los días pasan y los exsocios de Steve Jobs se frotan las manos junto con el presidente de tu país mientras el editor de libros filosóficos y el que desea viajar sin escuchar ningún ruido en el tren sopesan si vender todos sus bienes para empotrarse en ese medio de transporte aún no oficializado con destino a Marte y sólo con billete de ida.
Quién nos lo iba a decir. De recibir quejas maternas y reproches paternos por sentarnos demasiado tiempo los viernes por la noche a ver si la pareja de concursantes final del Un, dos, tres se llevaba el apartamento en Torrevieja, Alicante, a no saber si Alicante es capital de provincia y si Torrevieja existe o fue sólo una ensoñación, por tanto afán en contestar al milisegundo al enésimo mensaje de nuestra amiga de la infancia, que si nos hablara a la cara de la misma forma que nos envía a través del móvil mensajes varios, la denunciaríamos por acoso poniéndole el juez una pulsera en el tobillo y la orden de no acercarse a kilómetro y medio del denunciante.
Y siendo claro y conciso, estoy completamente seguro de que otros seres humanos, incluidos muy menores de edad, en el tiempo que yo calculé que entraba en mi móvil –repito: 57 veces–, lo habrían hecho el doble de veces sino el triple. Gente que defeca mirando la pantallita o que, como yo sí hago, sí se permite el lujo de leer libros algunas horas del día, alejado de móviles y otras pantallitas.
Si en estos tiempos que corren alguna vez la virgen se le apareció a alguien, dudo mucho que le vuelva a ocurrir, porque la gente ha perdido el interés, la curiosidad, ya que nadie, en la actualidad, se queda mirando el gotelé como yo sí hacía, en mis años de la EGB, donde seguía con mis índices (dedos) más vírgenes que la mismísima entrepierna.
Pero piensen sólo por una vez qué es lo que hacen 57 veces al día por decisión propia. Y cuando lleguen a la conclusión de que, aparte de respirar, la acción más cercana se llama mear y según cómo tengas la vejiga podría llegar a ocurrir una media de cuatro o cinco veces diarias, nos daremos cuenta de que nos han estafado; que como los gobiernos dicen que engancharse al móvil es mucho más legal que hacerlo a la cocaína, al brandy, a las tragaperras o a los cruasanes rellenos de almendra, me veo que en un par de años en vez de 57 serán 678 veces y nadie será capaz de esgrimir la más mínima queja. Hasta que llegue el cáncer de piel facial por semejante exposición constante a la luz del móvil.
Porque lo que nadie nos reconoce es que el único I+D en el que se invierte es en el tecnológico. Y que de aquí a un lustro habrá quién le pida matrimonio a su terminal ensamblada en California, y la sociedad tan contenta, gritando el ¡vivan los novios! Que no es por dar ideas, pero tú sexualizas los terminales –unos con pilila y otros con chichi– y de aquí a nada nos casamos con los teléfonos. ¿Qué suena a exagerado? Sólo tienen que echar la vista atrás sobre la relación que hace sólo un lustro teníamos con esos dichosos aparatitos. Y calculando podrán asumir que dentro de otros cinco años más esto será simple y llanamente insoportable. De manicomio.
(Publicado el 04/04/24 en El Imparcial)

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