Oriente calca mal a Occidente. En su metodologĂa no precisamente inventada han pervertido y exagerado el mensaje inicial. Los medios –antes las televisiones y sobre todo ahora, a travĂ©s de internet– violan las mentes infantiles de las poblaciones que se contentan con eso: con ser gudaris del Estado y con parecerse, aunque sea en algo, a los habitantes de Santa MĂłnica, con una diferencia abisal: a los de allĂ les siguen haciendo series mientras que a los de aquĂ les siguen obligando no sĂłlo a visionarlas sino a pagar por ellas.
Esta mañana tomaba un cafĂ©, como ya es un hecho habitual tras años sometido a las taquicardias de la cafeĂna, en uno de esos espacios que tambiĂ©n se copiaron mal. En el mismo, muchas mesas y sillas del Ikea donde las nuevas generaciones, vestidas con jeans y camisetas de Amancio Ortega, toman cafĂ©s estrambĂłticos –con leche condensada y pulpa de maracuyá; con hielo, jarabe de fresa y pepino– mientras todos, repito, todos, revisan sus mĂłviles y/o portátiles. En contraprestaciĂłn, yo bebĂa un cafĂ© americano, tratando de no solapar la riqueza de los granos traĂdos desde Kintamani, una de las zonas más altas de Bali, mientras leĂa a SĂ©neca: toda una alegorĂa de un tiempo pasado que seguro que fue mejor.
Y lo hacĂa sobre lo más parecido a una barra, teniendo en cuenta que en Asia no las hay salvo en casos muy excepcionales, lĂ©ase restaurantes y bares japoneses o espacios que dicen ser occidentales. Vaya, que en Indonesia ni en el resto de paĂses asiáticos, excepto JapĂłn, se trabaja la barra como la entendemos en España. Ni por asomo. Pero como en ese negocio donde consumĂa y leĂa tenĂan que colocar la cafetera y la caja registradora en algĂşn sitio, yo me aprovechĂ© de tan clásico espacio para, simplemente, poder apoyar mi cafĂ© mientras paladeaba el mismo analizando al grande e irrepetible SĂ©neca realizando leves paseos entre el jardĂn, aĂşn no repleto de clientes, y aquella barra sin taburetes.
Pues bien, mientras mi cafĂ© estaba entre ambas máquinas, un joven local, vestido de forma moderna, muy occidentalizado, se acercĂł a la caja registradora a pedir la cuenta. Yo le ignorĂ© todo lo que pude hasta que se dirigiĂł a mĂ. Normalmente en Asia la gente se dirige a ti para practicar su inglĂ©s, darte los buenos dĂas, sonreĂrte… por curiosidad y educaciĂłn. Sobre todo, en Ubung, un distrito de Denpasar, la capital de la violentamente turĂstica isla de Bali, donde hay menos extranjeros por metro cuadrado que en Teherán. DecĂa un par de renglones más arriba que los nativos tratan de darte conversaciĂłn por educaciĂłn, cuando en este caso fue por todo lo contrario, ya que una persona ensimismada en su lectura no debe ser jamás molestada salvo por peligro de tsunami tras profuso terremoto. Pero Ă©l lo hizo. Se inmiscuyĂł entre mi SĂ©neca y su propaganda: “Si deja el cafĂ© aquĂ es muy posible que se contamine de virus: es peligroso”.
Aquella frase se cociĂł en mi cabeza con mucha más violencia que los mejores pensamientos del intelectual romano. Y claro, tuve que cerrar el libro y enfrentarme a aquella situaciĂłn. Porque tras seguir hilvanando frases cortas, el muchacho me dejĂł picueto. En resumidas cuentas, dejar un cafĂ© en la barra, cerca de otras personas, podrĂa provocar el contagio de algĂşn virus, y quiĂ©n sabe si generar una epidemia que comenzarĂa siendo local para acabar llegando hasta el Ăşltimo rincĂłn de este mundo. He dicho que el cafĂ© tuve que dejarlo durante años por las taquicardias que me ofrecĂa, pero aquellos consejos de aquel lego lampiño me erizaron hasta la femoral. Y tuve que contestar, no precisamente a la altura de SĂ©neca: “DeberĂa dejar de ver la tele y de tragarse todo aquello que le cuentan. AhĂ afuera hay tres millones de motos, dos de coches y cien mil camiones. PreocĂşpese más por sus pulmones”. Por si no lo saben, la densidad de tráfico en Bali es tan alta que tratando de ser exagerado seguramente me quedarĂa muy corto.
En otras Ă©pocas, y sobre todo si en vez de cafĂ© hubiera estado bebiendo vino, habrĂa cerrado la conversaciĂłn con el ya clásico, “llevo follando sin condĂłn desde los veinte años y aquĂ me tiene, vivito y coleando”, pero no querĂa seguir abriendo puertas insondables por su incapacidad previsible para debatir. Tras mi rĂ©plica sonriĂł y se fue. Sin mascarilla, por cierto, lo cual terminĂł de confundirme: ¿cĂłmo alguien que va por ahĂ sermoneando en base a virus y epidemias mundiales lleva el boquino al aire? Hace unos meses tuve tambiĂ©n mis más y sus menos con un tipo que con dificultad alcanzaba el metro sesenta y que vestido de golfista saliĂł de su coche gigantesco para reprobarme el que mientras repostaba gasolina en mi moto estuviera trasteando con el telĂ©fono. Porque la gente piensa de verdad que si envĂas un mensaje dentro de una estaciĂłn de servicio la ciudad entera podrĂa salir volando por los aires.
Sin duda, la esperanza de vida, que mejora, tiene que ver con el exceso de propaganda, que algunos imbĂ©ciles camuflan en conocimiento. Que querrĂa yo ver al paleto de nuevo cuño que pensaba que mi vida por mi cafĂ© contaminado corrĂa peligro, atravesar esos maravillosos bares del PaĂs Vasco que terminan en gigantescas barras donde cientos de pinchos respiran el mismo aire que la inmensa aglomeraciĂłn de personas que chillan y se carcajean con la boca abierta. Alguien deberĂa poner coto a los que creen que la felicidad sĂłlo tiene que ver con seguir cumpliendo años. Porque la pandemia, sin duda alguna, ya es cerebral. Y sobre esa nadie de las teles ni los gobiernos es capaz de advertirnos.

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